Viernes Santo: un Dios que se desvive por sus hijos

















Viernes Santo

La Pasión del Señor


Para el día de hoy (10/04/20):  
Evangelio según San Juan 18, 1-19, 42










Ciertas imposiciones culturales, a los varones, nos han cerrado la posibilidad del llanto en aras de cierto estereotipo de masculinidad. En el otro extremo, el llanto se ha banalizado de tal modo que cualquier circunstancia pública -y a veces no tanto- debe estar humedecida por las lágrimas, como buscando cierta legitimación y validez.

Estas posturas y la realidad indican otra cuestión mucho más grave: la verdad es que hemos olvidado el llanto, que no sabemos llorar.

Llorar por todas nuestras omisiones. Llorar por todo el bien que pudimos haber hecho y expresamente dejamos de hacer. Llorar por el prójimo que ignoramos en los altares del egoísmo. Llorar por acostumbrarnos a la injusticia y a la miseria. Llorar por las esperanzas quebrantadas. Llorar por las confianzas vulneradas. Llorar por oír sin escuchar y mirar sin ver. Llorar por todas las espaldas que brindamos y las miradas que negamos. Llorar por los pobres que son parte habitual del paisaje. Llorar por tantos que agonizan en silencio. Llorar por esas traiciones que nos parecen menores, excusables, supervivencia necesaria. Llorar por tanto dolor permitido y consentido.

Debemos aprender a llorar nuevamente, con lágrimas que nos laven los ojos y nos purifiquen el alma, lágrimas cargadas de dolor y también -claro que sí- de vergüenza.

Hemos de suplicar que un nuevo gallito veraz, el gallo de Pedro, nos vuelva a incordiar con su tenacidad, santo gallo de nuestros despertares.

Así, quizás, con la mirada nuevamente transparente, podamos mirar a ese Cristo que se nos muere en el árbol frondoso y cruel de la cruz, un Cristo que muere por nosotros, por sus ejecutores, por los que lo desprecian, por los que le odian, por los que lo aman, por los Pedro, los Judas y las Marías, por los Pilatos, 
y porque no haya más crucificados en toda la historia de la humanidad, ni chivos expiatorios, ni sangre que se derrame. Porque la elección de un inocente o de Barrabás nunca más debe ponernos en ese trance: todos deben vivir.

Regresemos a un llanto sincero, profundo e interior, para ver a ese Jesús de Nazareth, carpintero galileo, predicador ambulante, amigo de los descastados,de los excluidos, de los pobres, de los que nadie quiere, paciente y servicial, que muriendo de esa manera horrorosa vive plenamente su humanidad y lo ratificará en la Resurrección, afirmación definitiva de Dios, de su sí para con todo el universo.

Paz y Bien

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