Para el día de hoy (02/04/20):
Evangelio según San Juan 8, 51-59
La literalidad es terrible.
Causal de todos los fundamentalismos, implica el aferrarse a la simple letra desdeñando signos y símbolos que implican trascendencia y así, en el caso de las Escrituras, ignorar al Dios que la inspira y le confiere sentido.
Este postulado, trasladado al ámbito de la Iglesia, tal vez pueda comprenderse mejor en el orden de los sacramentos: siendo éstos signos sensibles y eficaces de la Gracia de Dios, el error mayor en ese mismo sentido es aferrarse al rito -que en tanto forma tiene su importancia- en desmedro de la Gracia que se nos comunica, el amor incondicional de Dios ofrecido a través de gestos sencillos y profundos.
Un ejemplo explícito de esa literalidad es la actitud de los escribas y fariseos, identificados en la lectura de hoy como los judíos, y aquí es menester no caer nosotros en torpes interpretaciones de esa calaña. El Evangelista, cuando los menciona de ese modo, no se refiere al pueblo de Israel sino a la dirigencia religiosa de ese entonces, furibundos enemigos mortales de Jesús de Nazareth.
Esos hombres estaban presos de sus esquemas, esquemas que sólo pueden desembocar en violencia pues implican, ante todo, la rotunda negación del otro. Hay en su discurso cierto grado de satisfecha perversión, pues en cierta forma se alegran de que una de sus hipótesis primeras -que Cristo es un endemoniado- se vé confirmada por lo que el Maestro está enseñando.
Hay una invitación poderosamente significativa, que probablemente sea disparadora de una furia mayor, y es que el Maestro quiere atraer para el lado de la vida y la eternidad a esos hombres enardecidos en sus odios, y no abandonará esa expresión de misericordia divina ni siquiera frente a los tormentos y frente a la crucifixión.
Él ofrece con una generosidad sin límites vida eterna a quien permanezca fiel a su Palabra, es decir, a quien escucha atentamente su Palabra y la hace vida, la pone en práctica, se hace Buena Noticia en su existencia cotidiana. En Cristo, con Cristo y por Cristo la vida trasciende y la muerte no prevalece, aún en la aparente contundencia del deceso físico.
Aquí, otra vez la literalidad. Escribas y fariseos se autoproclamaban hijos de Abraham por su origen nacional, étnico y religioso, e infieren una demoníaca intervención en Cristo a causa de que Abraham, siendo quien había sido, había muerto, y por ende, ese nazareno joven, pobre y periférico no puede superar la frontera insalvable de la muerte.
Pero el linaje abrahámico no se acota a la pertenencia a un pueblo o a una identidad religiosa determinada. Ser hijos de Abraham implica, ante todo, ser hombres de fé, esa fé que al viejo pastor de Ur le posibilitó trascender lo inmediato e imaginar una promesa de cielos plenos, una descendencia que excede largamente la biología pues se expande cordialmente. Ser hijos de Abraham es confiarse sin reservas en el Dios creador del universo y vivir de acuerdo a ello. Ser hijos de Abraham es intuir sin resignaciones que Dios siempre cumple sus promesas y que todo ha de ser mejor, aún cuando no pueda verse en lo inmediato.
Hemos recorrido desde el desierto un largo camino, un paciente sendero de siglos que Dios, a fuerza de ternura, ha tejido en la historia para el bien de todos los pueblos.
Y por Cristo, además de hijos de Abraham somos también hijos de Dios, una condición filial que es producto del infinito amor que Dios nos tiene, Cristo Señor de la historia y del universo, Cristo siempre en tiempo presente.
Paz y Bien
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