La infinita cercanía de un Dios que se revela Padre





















Para el día de hoy (03/04/20): 

Evangelio según San Juan 10, 31-42








Seguramente las características de la zona tienen mucho que ver; un simple ejercicio de memoria nos trae como recuerdo el combate entre David y Goliat, el intento de ejecutar a la mujer adúltera, la muerte de San Esteban, y por lo que nos encontramos en la lectura del día, parece ser el turno del Maestro.

La muerte por lapidación estaba reservada para los delitos gravísimos según la ley mosaica -Dt. 13, 10-11-, especialmente para el caso de la blasfemia, entendida ésta como una injuria a la sacralidad absoluta de Dios pero también como una forma perversa de idolatría. Así, el culto al Dios de Israel es totalmente opuesto a cualquier desvío idolátrico pues se vulnera la libertad conseguida por Dios para su pueblo.

Los escribas y fariseos poseían grandes dotes intelectuales, aún cuando a menudo se dejaban llevar por un celo enfermizo a la pureza de su propia observancia, y es en esa inteligencia que advierten -en gran medida- la dimensión de la revelación mesiánica de Jesús de Nazareth, un Cristo plenamente identificado con el Padre, de tal modo que Cristo es Dios y Dios es Cristo.
Si bien su análisis tiene visos certeros, han invertido la cuestión primordial: ellos infieren que el joven rabbí galileo se autoeleva a las alturas divinas, es decir, se hace Dios. Pero el infinito misterio revelado por Cristo en su Palabra y en sus obras es totalmente opuesto, y es que Dios se ha hecho hombre, uno más entre nosotros en ese Cristo Señor y hermano de todos.
Por Él se ha tendido un puente infinito para rescatarnos de todos los abismos y elevar a toda la humanidad a al abrigo de la casa del Padre, a puro amor sin condiciones.

Hay otra cuestión que no es menor ni puede dejarse de lado: esos hombres que empuñan piedras mortales creen en un Dios lejano e inaccesible, al cual se le arrancan favores y bendición a través de los méritos acumulados por el respeto preceptual estricto y cierta piedad cuantificable, en un comercio piadoso.
Un Mesías así como el Señor, que revela a un Dios tan cercano y tan parecido a cada uno de nosotros que compromete e interpela, que no se deja manipular, que dá otro sentido a la existencia y que su sola presencia pone en entredicho todo lo que es ajeno a Dios en lo cotidiano. Un Dios tan cercano es un Dios muy inconveniente. Un Dios tan humilde y pobre como Cristo discute en un silencio rotundo todo lo vano a lo que solemos aferrarnos.

La hora de las piedras, la hora de la muerte declarada por esos hombres enfurecidos, implica un qué me importa a todo el bien que Cristo ha hecho, toda la bondad que ha prodigado. Cuenta para ellos el molde que se rompe y la estructura mundana que se estremece por la presencia de la verdad que resplandece en la persona de Cristo. Las rocas empuñadas no son tan peligrosas como los corazones petrificados de esos hombres, armas arrojadizas a distancia que se vuelven incapaces de fé, de esperanza y de amor. La respuesta brutal a la asombrosa Gracia de Dios.

El tribunal mayor de Israel, el Sanedrín, si bien podía emitir fallos condenatorios a la pena capital, carecía de autoridad para su ejecución; la soberanía la ejercía el pretor romano, tal como lo podremos verificar entre el Jueves y el Viernes Santo, extraño poder imperial que absorbe bienes, tierras y cuerpos en talante propietario. El ánimo de ejecutar al Maestro allí mismo implica que estaban dispuestos, en su furia, a quebrantar gravemente la Ley ejecutándolo ellos mismos sin buscar la conformidad romana y allí regresamos a la cuestión cordial.
Ya han muerto a Cristo en sus corazones, resta saber el cómo y el cuando.

Sin embargo, como si de un magno artista del escape se tratara, Cristo pasa por en medio de ellos. No es su hora y por ello no lo pueden atrapar. Su hora es un momento exacto y propicio que no lo decidirán sus enemigos, sino que será fruto de su amor supremo, una vida ofrecida en el altar de la cruz para que no haya más crucificados, en total libertad sin coerciones.

Con Cristo y en esta Cuaresma también debemos cruzar el Jordán, y exiliarnos por un momento en tierras de fé y esperanza, para reencontrarnos con el Dios que nos busca sin descanso, un Cristo que se desvive por nuestra felicidad. 
Volver a creer, volver a Dios desde las entrañas.

Paz y Bien


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