Segundo Domingo de Pascua
Domingo de la Divina Misericordia
Para el día de hoy (19/04/20):
Evangelio según San Juan 20, 19-31
Los discípulos se hallaban encerrados, puertas y ventanas trancadas, porque el miedo se adueñó de ellos, porque temen correr la misma suerte del Maestro, un horizonte angosto y espantoso. Las puertas están tan cerradas como sus corazones: en ese preciso momento no son discípulos, ni pescadores de hombres o seguidores de Jesús, ni siquiera han regresado al viejo oficio de varios de ellos en el mar de Galilea. Son sólo un grupo de hombres asustados y con una fé vacilante a pesar del testimonio de varios que certificaban que el Maestro está vivo.
Pero para Cristo no hay puerta cerrada que obste ni temor que impere. La presencia del Redentor es causa de paz y alegría.
El Señor brinda sus paz a los suyos y es una infinita Shalom, bendición de Dios, antes que la simple ausencia de conflictos.Esa paz será perdurable, y estará en los tiempos de fiesta, en los tiempos de llanto y en una cotidianeidad que descubrirán asombrosa. Por ello esos hombres transforman su pasmo y sus temores en alegría plena, pues el Maestro está con ellos, más vivo que nunca.
Él se queda para siempre, y los discípulos ahora son hombres que tienen una misión. Antes estaban paralizados de miedo, ahora movilizados en sus corazones.
La Iglesia naciente, la Iglesia de todos los tiempos se sabe acompañada por el Espíritu de Aquel que vive para siempre, y ha de encender luces de perdón y de liberación, y hará buenos y santos nudos re-ligando a las gentes, tan separadas entre sí. Es la más humana de las misiones, y quizás por ello sea la más santa.
Uno de los Once, Tomás el mellizo, no estaba cuando el Maestro se hizo presente. Quizás una tristeza inmensa por la muerte cercana, quizás el descubrirse tan venal, tan laxo en su fé, tan de esconderse cuando las cosas se ponen difíciles, lo empujan a la soledad y a los caminos. Esa ruptura con la comunidad eclesial nunca es buena, ante todo, porque la fé no crece individualmente, se alimenta en comunidad, y especialmente en el seno de esa comunidad bendita, la Iglesia.
Pero también es dable razonar que, a pesar de su incredulidad, Tomás sea un buscador tenaz. Sabe que su fé es tibia e incompleta, que la fé no es una idea sino más bien creer en Alguien. Enorme cabeza dura que durante ocho días completos resiste los seguros embates de los otros diez.
Pero cuando el Resucitado se presenta, todo cambia para siempre: ahí están sus llagas, ahí están sus heridas, ahí está Dios.
A nosotros nos está faltando, tal vez, algo de esa compasión en germen que anida en el corazón del incrédulo Tomás, y es la de descubrir a Cristo en tantos heridos y llagados que hay en nuestras calles, para curar heridas, para anunciar que la muerte no vá a prevalecer, para ser fieles al Espíritu del Resucitado.
Paz y Bien
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