Martes de la Octava de Pascua
Para el día de hoy (14/04/20):
Evangelio según San Juan 20, 11-18
A María Magdalena un temporal de lágrimas la desborda, su alma tormentosa de tristezas. Mientras Pedro y el Discípulo amado constatan que la tumba está vacía -las vendas caídas y el sudario enrollado devienen en signos- y comienzan a intuir que Jesús está vivo, ella permanece fuera del sepulcro llorando, en esa oscuridad cerrada que precede al alba.
Cuando por fin decide asomarse dentro, encuentra a dos ángeles, uno a la cabecera y otro a los pies de la losa en donde estuvo el cuerpo del Maestro, símbolo de los dos ángeles que custodiaban el arca de la Alianza. Aún así, en ella puede más la tristeza que el temor, y esos mensajeros no se le vuelven una señal de Dios, sólo simples interlocutores que le preguntan por el motivo de su llanto.
Ella presupone -con cierta razón, justo es decirlo- que los mismos que lo condenaron a esa muerte horrorosa ahora han decidido robarse el cuerpo para borrar de la faz de la tierra cualquier recuerdo de ese rabbí galileo, y evitar que la tumba se convierta en punto de encuentro y peregrinación de sus seguidores.
Todo su llanto y su tristeza son producto de un amor entrañable, presagio del alba que le llegará. Porque ella vá en busca de un cadáver que venera, de un muerto, y no espera encontrarse con un hombre vivo.
Es una extraña paradoja: los enemigos de Jesús, en su soberbia y sus odios, se habían vuelto incapaces de ver al Mesías vivo y presente entre ellos; ahora, quien lo ama con sinceridad tampoco atina a descubrirlo vivo.
En nuestra humana lógica, no es aventurado pensar que el Maestro se presentaría resucitado en primer lugar a su Madre o a sus discípulos más cercanos, y nó, tal vez, a esta Magdalena que lo llora, del mismo modo que en los esquemas preconceptuales que adoptamos no imaginamos escuchar la voz de Dios desde determinadas personas que consideramos menores o indignas. Pero los caminos de Dios son insondables y asombrosos, y María de Magdala es elegida como primer testigo privilegiada, misionera de los mismos apóstoles de la mejor de las noticias, que Jesús está vivo.
Ella lo reconoce cuando es llamada por ese Cristo por su propio nombre: es el Buen Pastor, y las ovejas reconocen su voz. Toda vocación es un llamado particularísimo, personal, con nombre y apellido.
María se aferra a los pies de Jesús, por su amor y también porque añora lo que pasó, quiere aferrarse al Cristo que andaba por los caminos haciendo el bien y anunciando la Buena Nueva, quiere retener la otra imagen conocida anterior a la Pasión.
Pero nada será igual.
Ella debe aferrarse al Resucitado. Y aferrarse al Resucitado es no quedarnos quietos, es alborotar las almas dormidas -hagan lío dirá proféticamente el papa Francisco-, es avisar a los que aún no lo saben que el Maestro vive para siempre, que la muerte ya no decide, que todo es posible, y que todos los seguidores del Señor ya no son solamente discípulos: merced a la infinita bendición del Resucitado, a precio de sangre, todos los que le siguen ahora son sus hermanas y hermanos, y han de encontrarse con Él en todas las Galileas del mundo, en donde pocos esperan que pase algo y algo bueno pero que en realidad es en donde todo recomienza de una vez y para siempre.
Paz y Bien
Cuando por fin decide asomarse dentro, encuentra a dos ángeles, uno a la cabecera y otro a los pies de la losa en donde estuvo el cuerpo del Maestro, símbolo de los dos ángeles que custodiaban el arca de la Alianza. Aún así, en ella puede más la tristeza que el temor, y esos mensajeros no se le vuelven una señal de Dios, sólo simples interlocutores que le preguntan por el motivo de su llanto.
Ella presupone -con cierta razón, justo es decirlo- que los mismos que lo condenaron a esa muerte horrorosa ahora han decidido robarse el cuerpo para borrar de la faz de la tierra cualquier recuerdo de ese rabbí galileo, y evitar que la tumba se convierta en punto de encuentro y peregrinación de sus seguidores.
Todo su llanto y su tristeza son producto de un amor entrañable, presagio del alba que le llegará. Porque ella vá en busca de un cadáver que venera, de un muerto, y no espera encontrarse con un hombre vivo.
Es una extraña paradoja: los enemigos de Jesús, en su soberbia y sus odios, se habían vuelto incapaces de ver al Mesías vivo y presente entre ellos; ahora, quien lo ama con sinceridad tampoco atina a descubrirlo vivo.
En nuestra humana lógica, no es aventurado pensar que el Maestro se presentaría resucitado en primer lugar a su Madre o a sus discípulos más cercanos, y nó, tal vez, a esta Magdalena que lo llora, del mismo modo que en los esquemas preconceptuales que adoptamos no imaginamos escuchar la voz de Dios desde determinadas personas que consideramos menores o indignas. Pero los caminos de Dios son insondables y asombrosos, y María de Magdala es elegida como primer testigo privilegiada, misionera de los mismos apóstoles de la mejor de las noticias, que Jesús está vivo.
Ella lo reconoce cuando es llamada por ese Cristo por su propio nombre: es el Buen Pastor, y las ovejas reconocen su voz. Toda vocación es un llamado particularísimo, personal, con nombre y apellido.
María se aferra a los pies de Jesús, por su amor y también porque añora lo que pasó, quiere aferrarse al Cristo que andaba por los caminos haciendo el bien y anunciando la Buena Nueva, quiere retener la otra imagen conocida anterior a la Pasión.
Pero nada será igual.
Ella debe aferrarse al Resucitado. Y aferrarse al Resucitado es no quedarnos quietos, es alborotar las almas dormidas -hagan lío dirá proféticamente el papa Francisco-, es avisar a los que aún no lo saben que el Maestro vive para siempre, que la muerte ya no decide, que todo es posible, y que todos los seguidores del Señor ya no son solamente discípulos: merced a la infinita bendición del Resucitado, a precio de sangre, todos los que le siguen ahora son sus hermanas y hermanos, y han de encontrarse con Él en todas las Galileas del mundo, en donde pocos esperan que pase algo y algo bueno pero que en realidad es en donde todo recomienza de una vez y para siempre.
Paz y Bien
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