Para el día de hoy (16/04/20):
Evangelio según San Lucas 24, 35-48
Hay una geografía de la Salvación que escapa a los trazos de cualquier mapa, y que es eminentemente teológica, es decir, espiritual. Porque durante todo su ministerio, Jesús de Nazareth no ha dejado de sorprender brindándose en plenitud en los sitios más inesperados, periféricos y marginales: Belén y Nazareth, su misma Galilea, la Decápolis, Tiro, Samaria.
A la vez, esos sitios minúsculos e irrelevantes a los ojos de poder mundano se conjugaron con un servicio afectuoso y entrañable ofrecido incondicionalmente a los que no cuentan, a los marginados y excluidos de siempre, a los cautivos de toda opresión, prostitutas y publicanos, leprosos y extranjeros, impuros de toda laya. Precisamente esa actitud suya confunde y escandaliza a todos aquellos que esperan a un Mesías glorioso, pleno de realeza palaciega, de poder temporal, de templo enorme y fastuoso.
La Palabra hoy nos brinda una continuidad de ese mismo tenor: el sitio en donde se presenta Jesús es en medio de una comunidad naciente encerrada tras las puertas y en sí misma, aterida de miedo, revestida de desesperanza, a la espera inminente de que el poder religioso caiga sobre ellos para detenerlos y, así, tener el mismo final que el Maestro, un final de criminal, de estigmatizado, de rotunda violencia y desprecio.
Pero Su Palabra re-crea, y renueva las almas, y es esa Paz conferida el nuevo logos que los reconstituye y libera.
Ellos creen presenciar un fantasma, pues aún el Cristo de sus esquemas no se condice con los padecimientos de Jesús de Nazareth.
Cuando Dios no encaja en nuestras fotografías escasas, deviene en una caricatura que asusta.
Pero allí están las heridas de las manos y de los pies, y ese Cristo vivo se sienta a comer con ellos, signo de comunión y de esa realidad definitiva y salvadora: el Crucificado es el Resucitado, y sus heridas dolorosamente adquiridas son su credencial.
Las heridas del Resucitado son entonces las cartas de presentación de Dios mismo, y serán también el modo de descubrir a Dios en los hermanos llagados, en todos los crucificados con los que a diario nos encontramos y solemos ignorar, heridas que vuelven a decirnos en tempestuoso silencio que allí, en el hermano quebrantado, está Dios.
Por eso, a pesar de nuestros miedos, de todas las puertas que cerramos, de todas las falsas imágenes, debemos permitirnos el asombro de volver a descubrir a Dios allí donde parece que su ausencia es causa de dolor. Y en su Nombre, llevar el aceite del perdón, el vino de la esperanza, la Buena Noticia de que la muerte no prevalece, justamente en donde toda noticia ni es nueva ni es buena.
Paz y Bien
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