Para el día de hoy (05/09/18):
Evangelio según San Lucas 4, 38-44
La lectura que nos ofrece la liturgia del día posee dos señales distintivas.
Por un lado, Jesús de Nazareth nunca descansa procurando el bien a todos aquellos que piden su auxilio. Su atención hacia los sufrientes es absoluta, no tiene mella, y así se detiene sin reservas para sanar a la suegra de Pedro y para atender y sanar a todos los enfermos que llevan a su presencia. La imagen estremece, una multitud que al atardecer llevan a sus enfermos para que Él los cure; allí se puede percibir sin demasiada dificultad un mar de gente abandonada a su suerte, ovejas sin pastor que sólo encuentran salida y consuelo en Cristo, pues el mundo los ignora y exonera.
Por otro lado, la impresionante libertad del Maestro. Los gritos de los demonios en alta voz que lo reconocen como Mesías, se contraponen con el desprecio de las autoridades religiosas, que sólo son capaces de ver en Él a un blasfemo, un alborotador peligroso o, en el mejor de los casos, a un pobre galileo con ciertas veleidades populares. Pero esos gritos también portan un mensaje tácito, la mixtura de las enfermedades física, psíquicas y espirituales; tal vez esos demonios también expresen los rabiosos criterios que inferían que las enfermedades se correspondían a un justo castigo por los pecados, como si Dios disfrutara los pesares. Cristo, Dios con nosotros, expresa el amor de ese Dios Abbá, y precisamente allí radica la queja de esos demonios que oprimen corazones ante todo.
Sin embargo, ciertos celos y ciertos fervores nacionales -muy mezquinos- pretenden apropiarse de Cristo en modo triunfalista y propietario. No es la necesidad de permanecer junto a quien se ama, sino más bien de restaurar la corona judía, recreación de poderes y famas restrictivas.
A ello el Maestro se niega, pues la universalidad del amor de Dios es también su misión.
Como le sucedía a la suegra de Pedro, otras fiebres suelen apoderarse de las personas y los pueblos. Fiebre de poder, de violencia, de dinero, de consumo, de negación del otro. Todas esas fiebres postran a los más pequeños y débiles y consumen la justicia, avasallando las gentes.
De esas fiebres debemos liberarnos. Mejor aún, hemos de suplicar que Cristo nos sane, y encontrar nuevamente la libertad del Evangelio, que no es una libertad de sino una libertad para, la libertad para servir, para ser en plenitud, la libertad de dar gloria a Dios aún cuando tengamos que peregrinar dolidos por todos los desiertos de la existencia, con la firme esperanza aferrada al Cristo que nunca nos abandona.
Paz y Bien
Por un lado, Jesús de Nazareth nunca descansa procurando el bien a todos aquellos que piden su auxilio. Su atención hacia los sufrientes es absoluta, no tiene mella, y así se detiene sin reservas para sanar a la suegra de Pedro y para atender y sanar a todos los enfermos que llevan a su presencia. La imagen estremece, una multitud que al atardecer llevan a sus enfermos para que Él los cure; allí se puede percibir sin demasiada dificultad un mar de gente abandonada a su suerte, ovejas sin pastor que sólo encuentran salida y consuelo en Cristo, pues el mundo los ignora y exonera.
Por otro lado, la impresionante libertad del Maestro. Los gritos de los demonios en alta voz que lo reconocen como Mesías, se contraponen con el desprecio de las autoridades religiosas, que sólo son capaces de ver en Él a un blasfemo, un alborotador peligroso o, en el mejor de los casos, a un pobre galileo con ciertas veleidades populares. Pero esos gritos también portan un mensaje tácito, la mixtura de las enfermedades física, psíquicas y espirituales; tal vez esos demonios también expresen los rabiosos criterios que inferían que las enfermedades se correspondían a un justo castigo por los pecados, como si Dios disfrutara los pesares. Cristo, Dios con nosotros, expresa el amor de ese Dios Abbá, y precisamente allí radica la queja de esos demonios que oprimen corazones ante todo.
Sin embargo, ciertos celos y ciertos fervores nacionales -muy mezquinos- pretenden apropiarse de Cristo en modo triunfalista y propietario. No es la necesidad de permanecer junto a quien se ama, sino más bien de restaurar la corona judía, recreación de poderes y famas restrictivas.
A ello el Maestro se niega, pues la universalidad del amor de Dios es también su misión.
Como le sucedía a la suegra de Pedro, otras fiebres suelen apoderarse de las personas y los pueblos. Fiebre de poder, de violencia, de dinero, de consumo, de negación del otro. Todas esas fiebres postran a los más pequeños y débiles y consumen la justicia, avasallando las gentes.
De esas fiebres debemos liberarnos. Mejor aún, hemos de suplicar que Cristo nos sane, y encontrar nuevamente la libertad del Evangelio, que no es una libertad de sino una libertad para, la libertad para servir, para ser en plenitud, la libertad de dar gloria a Dios aún cuando tengamos que peregrinar dolidos por todos los desiertos de la existencia, con la firme esperanza aferrada al Cristo que nunca nos abandona.
Paz y Bien
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