Para el día de hoy (18/09/18):
Evangelio según San Lucas 7, 11-17
La escena es tristísima, y seguramente la mirada del Maestro se conmovió en sus mismas entrañas: ese grupo de gente acompañando al cementerio a esa mujer en las honduras de su dolor y su soledad total. No debe haber dolor tan profundo como despedir a un hijo.
Pero Jesús vé más allá: mira a una mujer abandonada a su suerte, una muerte que viene programándose aún cuando su corazón siga latiendo. Es mujer, por lo tanto no tiene derechos excepto aquellos que le llegan como sobras desde la mesa de los deseos del esposo: cada mujer era -literalmente- considerada propiedad del marido, objeto destinado al cuidado de la casa y a parir la prole.
En el caso del Evangelio para el día de hoy, es una mujer que ya ha quedado en el desamparo al quedarse viuda; sólo resta esperar protección y cuidado de otro varón de la familia -su hijo- y esta última garantía que le quedaba vá camino a su tumba. Está muerta socialmente, en el más absoluto desamparo, y ese cortejo fúnebre es por la madre y por el hijo, y somos conocedores de muchos cortejos -a menudo, integramos varios de ellos, cortejos de resignación y de aceptación silenciosa de lo que impone la muerte a los demás.
Como un signo para todos los tiempos, a Jesús no le importa transgredir todo aquello que, aunque esté férreamente establecido como costumbre y tradición, sea contrario a la Buena Noticia de su Padre. No hay tabú ni regulación que pueda detener sus pasos ni esa misericordia entrañable que lo impulsa.
La Ley prohibía taxativamente todo contacto con cadáveres y con todo lo que se relacione con la muerte pues era consecuencia directa de la impureza ritual. Esa impureza implicaba ser separado de la comunidad pues esa impureza era considerada maldición contagiosa que impedía la relación con el Dios de Israel.
En un solo gesto, Jesús de Nazareth se atreve a ser considerado impuro y blasfemo, a ser excluido de toda vida social, a ser despreciado y condenado por almas mezquinamente establecidas que habitualmente se creen mejores y más puros que los otros, con derecho a decidir la salvación o condenación de otros.
Ese gesto de tocar el féretro es el verdadero milagro que la Palabra nos regala el día de hoy.
Es un gesto simple, sencillo y a veces inadvertido, la humildad de una mano tendida hacia quien está considerado muerto, es decir, olvidado e ignorado, social y religiosamente destinado a habitar un mundo que tiene mucho de necrópolis, hogar de aquellos que sólo entienden como paz la quietud de los cementerios.
Más aún: las primeras palabras de Jesús no van previsiblemente hacia el hijo yacente en el ataúd, sino que son palabras de consuelo hacia esa madre muerta en vida. En el -No llores- se condensa toda la Buena Noticia, la compasión, la ternura, la vida que prevalece aún cuando todo grite que nó, que es tiempo de llantos.
La gente lo sabe, lo intuye, se dá cuenta: está entre ellos el más grande de los profetas, Dios que visita y se queda con su pueblo, dos vidas rescatadas para la vida.
Quizás no haya otra misión más importante que ésta para la Iglesia: atreverse a tender una mano hacia los que agonizan en las tinieblas de la exclusión y en las sombras de la muerte, misión de rescate y de abrazo sin pedir permiso, asumiendo todo riesgo, signo cierto de que Dios se ha quedado y vive entre su pueblo.
Paz y Bien
Pero Jesús vé más allá: mira a una mujer abandonada a su suerte, una muerte que viene programándose aún cuando su corazón siga latiendo. Es mujer, por lo tanto no tiene derechos excepto aquellos que le llegan como sobras desde la mesa de los deseos del esposo: cada mujer era -literalmente- considerada propiedad del marido, objeto destinado al cuidado de la casa y a parir la prole.
En el caso del Evangelio para el día de hoy, es una mujer que ya ha quedado en el desamparo al quedarse viuda; sólo resta esperar protección y cuidado de otro varón de la familia -su hijo- y esta última garantía que le quedaba vá camino a su tumba. Está muerta socialmente, en el más absoluto desamparo, y ese cortejo fúnebre es por la madre y por el hijo, y somos conocedores de muchos cortejos -a menudo, integramos varios de ellos, cortejos de resignación y de aceptación silenciosa de lo que impone la muerte a los demás.
Como un signo para todos los tiempos, a Jesús no le importa transgredir todo aquello que, aunque esté férreamente establecido como costumbre y tradición, sea contrario a la Buena Noticia de su Padre. No hay tabú ni regulación que pueda detener sus pasos ni esa misericordia entrañable que lo impulsa.
La Ley prohibía taxativamente todo contacto con cadáveres y con todo lo que se relacione con la muerte pues era consecuencia directa de la impureza ritual. Esa impureza implicaba ser separado de la comunidad pues esa impureza era considerada maldición contagiosa que impedía la relación con el Dios de Israel.
En un solo gesto, Jesús de Nazareth se atreve a ser considerado impuro y blasfemo, a ser excluido de toda vida social, a ser despreciado y condenado por almas mezquinamente establecidas que habitualmente se creen mejores y más puros que los otros, con derecho a decidir la salvación o condenación de otros.
Ese gesto de tocar el féretro es el verdadero milagro que la Palabra nos regala el día de hoy.
Es un gesto simple, sencillo y a veces inadvertido, la humildad de una mano tendida hacia quien está considerado muerto, es decir, olvidado e ignorado, social y religiosamente destinado a habitar un mundo que tiene mucho de necrópolis, hogar de aquellos que sólo entienden como paz la quietud de los cementerios.
Más aún: las primeras palabras de Jesús no van previsiblemente hacia el hijo yacente en el ataúd, sino que son palabras de consuelo hacia esa madre muerta en vida. En el -No llores- se condensa toda la Buena Noticia, la compasión, la ternura, la vida que prevalece aún cuando todo grite que nó, que es tiempo de llantos.
La gente lo sabe, lo intuye, se dá cuenta: está entre ellos el más grande de los profetas, Dios que visita y se queda con su pueblo, dos vidas rescatadas para la vida.
Quizás no haya otra misión más importante que ésta para la Iglesia: atreverse a tender una mano hacia los que agonizan en las tinieblas de la exclusión y en las sombras de la muerte, misión de rescate y de abrazo sin pedir permiso, asumiendo todo riesgo, signo cierto de que Dios se ha quedado y vive entre su pueblo.
Paz y Bien
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