Para el día de hoy (19/10/15):
Evangelio según San Lucas 12, 13-21
En el tiempo del ministerio de Jesús de Nazareth, en el siglo I de esa Palestina tan convulsionada, los maestros de la Ley eran doctos, es decir, voces de autoridad en lo religioso, en lo moral, en lo social y de allí y muy especialmente, en lo jurídico/legal. Es por ello que frente a un conflicto de intereses familiar acudan a Él, pues era considerado como otro rabbí y, por tanto, con la capacidad de arbitrar o dirimir en la litis que se presenta.
Es de imaginar el estupor de ese hombre que lo reclama -y el de todos los presentes- cuando el Maestro se abstiene de dictaminar y, para colmo de males, se declara rotundamente ajeno a esa disputa. No vá a intervenir en esa pelea en la que no habrá ganadores, pues es una pelea de hermanos, y cuando se quebranta la fraternidad, no hay juez alguno que pueda restablecerla, ni aún emitiendo dictámenes justos. Pero lo más importante es que la misión de Cristo no es la de establecer conceptos de justicia retributiva a la manera mundana: la más alta autoridad, el Padre, no le ha conferido un mandato de juez, sino de Redentor.
La justicia del Reino es una justicia que salva, que justifica, que redime, que no encuentra raíz en los códigos sino en los asombros y la gratuidad de un amor infinito.
Así nos invita a mirar las cosas, la realidad, desde otra perspectiva, con la mirada del Evangelio.
No hay posibilidad de auténtica justicia mientras impere el egoísmo que profana la fraternidad, la convivencia, la paz. No se puede profanar el infinito amor de Dios sacralizando las cosas.
Porque en el altar del dios dinero se siguen realizando sacrificios humanos: en esa ara sangrienta se sacrifica sin piedad al prójimo.
El rico de la parábola no tiene otro horizonte que el de él mismo. Al elevar a lo más alto su yo, su ego, impide descaradamente la posibilidad de un Dios y de los hermanos.
Todos hemos de morir, tarde o temprano. Lo que nos llevaremos es lo que hemos hecho y también lo que hemos omitido. Las posesiones son el lastre que nos sumergen en esos abismos de los que sólo el amor de Dios nos puede rescatar.
Porque es insensato acumular lo que perece y renegar del otro. La verdadera riqueza, la locura del Reino, es darse sin condiciones y a pura generosidad por el bien de los demás, en la misma sintonía del amor mayor expresado en la cruz.
La verdadera riqueza es aceptar la Gracia de Dios y vivir de acuerdo a ella.
Paz y Bien
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