Para el día de hoy (14/10/15):
Evangelio según San Lucas 11, 42-46
En los tiempos del ministerio de Jesús de Nazareth las gentes debían afrontar el pago de diversos tributos o impuestos: los tributos debidos al ocupante imperial romano, los obligados para con el gobernante local -como los tetrarcas Herodes o su hermano Filipos- y los tributos religiosos.
Estos últimos se fundamentaban desde antiguo en la propiedad de su Dios sobre la Tierra Santa: de allí que a Dios le correspondieran los frutos primeros y mejores, llamados primicias. Estos fundamentos místicos los traduce el libro del Deuteronomio para el pueblo y establece así que se debía pagar el diez por ciento -diezmo- de las cosechas con el fin de procurar el sostenimiento del culto y la manutención de sacerdotes y levitas. Ese diez por ciento se aplicaba a las mieses y también a los frutos de árboles y arbustos, grano, aceite y mosto.
En cierto modo, había un asomo de constitucuón de un erario público, pues de esa recaudación saldrían también las limosnas destinadas a los huérfanos y a las viudas. La institución era muy antigua pero, no obstante, muy importante.
Con el surgimiento del fariseísmo, se extendió la imposición a las hierbas fragantes como la menta, a las medicinales como la ruda -que crecían silvestres- y a las legumbres. Así, un pueblo agobiado por las terribles cargas romanas y locales, debía preocuparse por las religiosas de su propia gente, y no es difícil imaginarse a un ama de casa separando una ramita de cada diez de menta o de ruda, o un grano de lentejas de cada diez, imposición absurda que, no obstante, debía cumplirse a rajatabla.
El gran problema es el cumplimiento de la norma por la norma misma, el gran problema es haber olvidado al Dios que le concede sentido y trascendencia, el gran problema es olvidar la justicia y la misericordia.
Porque es válido el diezmo hasta en las cosas más pequeñas siempre y cuando lo verdaderamente importante, esa misericordia y esa justicia sean fundamentales en la relación con el prójimo y con Dios.
Esos hombres que imponían a los demás cargas intolerables, a su vez eran muy vanidosos, y se ufanaban y aplicaban sus afanes en ser reconocidos, respetados y admirados, que se les cedieran los primeros lugares en las sinagogas, los besamanos respetuosos, las alabanzas. Así suplían el culto a Dios y la compasión para con el hermano por el culto a sí mismos en aras de un poder religioso creciente que provocaba que la religión deviniera en creencia opresiva sin trascendencia ni Dios.
Habría pues que cuestionarse si nos hemos olvidado de lo verdaderamente importante, justicia y amor a Dios y al prójimo, y desde allí establecer todo lo demás. Por más que se llenen alcancías y cepillos, prevalecerá un déficit cordial que pretende expulsar la Gracia y se aceptará como normal y habitual la opresión y el dolor, en absurda reverencia al egoísmo.
Quiera Dios abrirnos la mirada y liberarnos de estas cadenas que asumimos con tanta naturalidad.
Paz y Bien
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