Los que esperan con paciencia infinita y no se rinden



La Presentación del Señor

Para el día de hoy (02/02/14):  
Evangelio según San Lucas 2, 22-40



El Templo es enorme, y la multitud nutrida, espesa, que parece nunca decrecer. 
Hay mucho perfume a incienso, y mucho, muchísimo humo por los sacrificios rituales que realizan los sacerdotes, la grasa que se quema en la liturgia establecida. Ellos están demasiado ocupados en su severa actividad como para advertir nada más que lo que hacen.

Por entre ese mar de gentes, un joven matrimonio de galileos nazarenos -casi campesinos, se les nota en las ropas y en el acento- ingresa al Templo con un niño pequeño en brazos. José y María de Nazareth son judíos hasta los huesos, hijos fieles de Israel, y se presentan allí para cumplir con las prescripciones de la Ley de Moisés por partida doble.
Por un lado, la parturienta debe ofrecer animales en sacrificio para purificarse luego del parto por la pérdida de sangre. En el caso de María de Nazareth, serán un par de pequeños pájaros, la ofrenda de los pobres.
Por otro lado, José de Nazareth también ofrecerá unas monedas por el rescate del pequeño hijo: se consideraba que todos los primogénitos de Israel pertenecían a Dios -memorial de la noche del éxodo, de la muerte de los primogénitos egipcios-, y se ofrece al Dios de Israel ese rescate cultual por ese hijo.

Extraña lógica: la más pura entre todos acude a purificarse, y de Aquél que será el rescatador de toda la humanidad -Go'El- sus padres pagan los valores establecidos para su rescate.

Nadie les presta atención. Suele suceder: a los más pequeños, por los afanes cotidianos, por la exactitud cultual, y porque nos encanta lo masivo -en especial, lo religioso que se impone en su número- los ignoramos con precisión. Son una nimiedad que sólo incrementan números, y a veces, aunque todos seamos iguales ante Dios, pareciera que algunos son más iguales que otros...

Ubicar a una persona determinada entre el gentío no es fácil, nada sencillo, y la cosa se complica en la enormidad de ese Templo que abruma. Al fin y al cabo, es una pareja campesina con un bebé mínimo.

Pero Simeón y Ana son dos abuelos maravillosos. Son de esa gente imprescindible que jamás reniegan de esperar con paciencia infinita, irreductible, y nunca se rinden ni se resignan. El Espíritu los enciende, y ellos mantienen sus fuegos vivos con una confianza que no claudica.
Aunque todos los supongan a las puertas de la muerte, ellos están cerca, muy cerca de la vida, tan cerca que la acunarán felices en sus brazos envejecidos, y nosotros seguimos empujando a nuestros viejos a finales previsibles, a vegetar la espera fúnebre aún cuando la vida bulla en sus almas.

Ellos no tienen nietos biológicos, pero por su fé tenaz y una esperanza que no baja los brazos, se vuelven abuelos de ese Niño Santo que se les adormece en su abrazo cálido. Y en cierto modo, son abuelos también de todas las mujeres y hombres de fé de todo tiempo y lugar.
Porque a pesar de todas las apariencias, ellos también se han dado cuenta que ese Niño es el que tantos esperaron durante tanto tiempo, y que ese Bebé será el que rescate al pueblo de su cautividad. Aunque no tengan hijos, son madre y padre por partida doble, y en sus bondades acunan los ojos asombrados de María y José de Nazareth también.

Es una contradicción y una ilógica difícil de superar para las almas envaradas: ese Niño será el Templo verdadero, por el que cada hombre y cada mujer serán templos vivos del Dios de la Vida, ese Niño es nuestra vida plena y nuestra esperanza.

Dios sigue llegando a nuestro encuentro silencioso y sencillo, siempre, sin abandonar nunca la partida. Hay que animarse a encontrarlo por entre la multitud.

Paz y Bien


1 comentarios:

José Ramón dijo...

Una reflexión muy profunda Saludos

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