Para el día de hoy (13/02/14):
Evangelio según San Marcos 7, 24-30
En parte porque el ambiente se había sobrecargado y podían desatarse violencias que iban mucho más allá de la mera agresión verbal, en parte por cansancio y, tal vez, para encontrar un poco de sosiego junto a sus amigos, el Maestro se retira a la región de Tiro y de Sidón, en territorio netamente pagano y que para el acervo cultural judío se corresponde con enconados enemigos. Probablemente esperaba encontrar allí algo de anonimato que le brindara alivio, pero ya es demasiada la fama bondadosa que le precede, y los extranjeros saben bien que a nadie rechaza.
El gesto supera por lejos un simple viaje: es un éxodo interior que amplia al universo el anuncio y misión de la Buena Noticia, pues la primer frontera que ha de cruzarse es la del propio corazón.
Allí se encuentra con una mujer que, además de tal, es madre, y que con humildad e insistencia suplica por su hija enferma. Y como madre, sufre lo indecible pues no hay dolor mayor que ver sufrir a un hijo y descubrirse impotente de brindar alivio. De allí su insistencia, de allí esa extraña confianza al rabbí judío que dicen, tanto bien prodiga.
Pero la primer respuesta del Maestro sorprende, y se nos hace durísima: primero deben saciarse los hijos, y no está bien tomar el pan de los hijos para echarlo a los cachorros. No se trata de una figura simpática, nada de ello: el extranjero, y el extranjero enemigo era considerado y llamado injuriosamente un perro -y hoy es un epíteto insultante que seguimos utilizando-. Y Jesús, como judío íntegro, piensa desde las tradiciones de su pueblo, y así primero hay que llevar la Buena Nueva a los hijos, es decir, a lo propio, a lo conocido, a Israel. Y luego, si algo queda, las sobras a los perros, a los cachorros.
Pero esa mujer está impulsada por un amor entrañable a su hija y por una confianza imbatible en la bondad de ese extraño sanador judío, y por ello insiste, tenaz y sin doblez ni resignación.
Muy lejos de cualquier silogismo, desde sus entrañas, quiere ser partícipe de esa mesa en la que han de comer los hijos pero también pueden participar conjuntamente los cachorros, aunque sea con las migas. Esa mujer intuye de manera formidable que la mesa de Dios es mesa de vida y mesa enorme, mesa para todos sin excepción, y lleva de su parte el mejor de los platos: no pedir nada para sí misma, sólo la total preocupación por la hija, por el otro, por el bien del prójimo.
El corazón de Jesús de Nazareth dá un vuelco, y por su amor y por la fé de esa mujer acontece el milagro de la salud, de la Salvación, de la misión universal de Cristo y la Iglesia.
Entre nosotros hay muchas mujeres sirofenicias, en apariencia ajenas y extranjeras a nuestros moderados y escasos ojos. Pero ellas, con su tenacidad y su ofrenda perpetua del cuidado de los demás, están allí humildes, enteras, sin bajar los brazos, para recordarnos que la mesa/vida ha de tener asientos para todos, que no hay tanto propios y ajenos sino hijas e hijos de Dios que comparten dolores y penas y que, a pesar de todo, quieren vivir felices.
Paz y Bien
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