Para el día de hoy (15/02/14):
Evangelio según San Marcos 8, 1-10
Hay más de una clase de hambre.
Está el hambre que se elige, a veces por motivos estéticos -una mejor figura tal vez-, a veces por motivos de salud, debido a indicaciones médicas. Y está también el hambre voluntariamente buscado, en el que la privación se transforma en gesto amoroso, en cultivo de la voluntad, en pequeña ofrenda para aliviar, aunque sea mínimamente, el hambre de otros.
Pero hay otro hambre, y es el hambre no elegido, el hambre impuesto, esa carencia del sustento mínimo que aún hoy a tantos millones de seres humanos agobia con su crueldad. Seguramente y desde distintas perspectivas y abordajes nos encontremos con diversos análisis, en ocasiones muy certeros.
Pero desde nuestro mínimo y modesto lugar no vacilaremos en afirmar que, ante todo, sus causas se originan en el corazón humano, en egoísmos y en negaciones expresas de la existencia del otro, y ése es precisamente el drama. Cada existencia socavada por el hambre, cada hija e hijo de Dios mal comidos, subalimentados o hambreados sin compasión debería ser para nosotros una afrenta intolerable a ese Dios que es Dios de la Vida, un Dios cuyo rostro resplandece en los pequeños, una vida que se angosta y menoscaba porque -debemos reconocerlo- a pesar de tantas declamaciones, nos hemos acostumbrado y, a menudo, cedimos paso a la resignación.
Una multitud había acompañado a Jesús de Nazareth, rabbí judío, durante varios días. Eran todos ellos extranjeros, y a la mirada ortodoxa de Israel impuros y despreciables enemigos de una Decápolis que poco tiempo atrás rogaba a ese galileo que se fuera. Había optado por su piara antes que por la salud del vagabundo enloquecido de los cementerios. Pero ahora la multitud se nutría de muchos enfermos suplicantes de salud, y de otras tantas almas ávidas de una Palabra nueva, sedientos de esperanza.
Seguramente han llevado algunas viandas para los primeros momentos, pero han pasado varios días y desfallecen de hambre, y corren riesgo de caer por el camino de regreso a sus hogares.
Y el Maestro se estremece de pena frente al hambre de tantos, por ese pan ausente, y por ausencia de solidaridad creativa de sus discípulos, que dan una respuesta muy racional pero que nada hacen más allá de manifestar un dictamen con apariencia definitiva.
El dolor del Maestro se multiplica porque sus discípulos tienen la respuesta, pero se obstinan en resignarse, en escapar por tangentes mundanas.
La respuesta está en ellos mismos, y se trata del compartir, aún cuando lo que haya para compartir se asome como bien poco, con patente escasez. Porque ese Cristo todo lo puede, pero en este milagro tienen mucho que ver sus discípulos.
El compartir es un escándalo maravilloso, un río de agua fresca a partir del cual florecen los milagros, y es el paso primordial de la mesa grande que soñamos y que ese Dios con nosotros nos ofrece, Eucaristía de los hermanos que por fin se han reunido.
Paz y Bien
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