Para el día de hoy (06/02/14):
Evangelio según San Marcos 6, 7-13
Sin lugar a dudas, nada ni nadie podía detener al Maestro. Cuando arrestan y ejecutan a Juan el Bautista, sigue su camino, peregrino desde el desierto de Judea a las aldeas galileas en donde comienza a anunciar y a enseñar la Buena Nueva.
Y luego, cuando es execrado por sus propios paisanos y se consuma la ruptura con la sinagoga -en cierto modo, hay una excomunión- continúa su misión en tierras gentiles, paganas, y el ámbito sagrado se desplaza de la sinagoga misma al calor de los hogares.
Ahora bien, su tarea no es solitaria. Convoca a otros que Él mismo elige, y es una elección enteramente personal, para nada azarosa. No hay entre sus discípulos hombres eruditos, sabios exégetas ni sacerdotes del Templo, sino hombres comunes, muchos de ellos pescadores, llamados a ser Cristos desde su misma cotidianeidad y desde su unión con ese Maestro que los ha buscado primero.
Por eso la misión de la Iglesia es eminentemente apostólica, es decir, todos por el Bautismo nos descubrimos elegidos y llamados por la ternura de Dios. Y ese llamado no otorga beneficios ni prebendas, sino que reviste responsabilidades que están mucho más allá de cualquier obligación. Se trata de los fuegos mismos del Espíritu, se trata de la urgencia que impone la verdad a cada corazón, se trata de la ocupación y preocupación por el otro que vá a nuestro lado.
Esa apostolicidad implica también que nada tiene que ver con la Buena Noticia el individualismo; los discípulos van de dos en dos pues en soledad es más fácil caerse, es más sencillo rendirse al miedo y bajar los brazos. En compañía los corazones se potencian, pues crece la fraternidad que es un don antes que una práctica.
Además, hay un simbolismo profundo: para el derecho judío de aquel entonces la veracidad de los hechos debe refrendarse por, al menos, dos testigos. Por ello la misión de los enviados es una misión veraz, plena de credibilidad.
La misión de la Iglesia es también misión de comunión, es decir, edificar comunidad allí donde los misioneros se dirijan, ser parte de esa familia creciente y no meros espectadores, turistas menores de paso. Porque la paz comienza cuando la familia se expande y todos y cada uno de sus integrantes son tenidos en cuenta, cuidados por su valor único de hermanos.
Y la misión de la Iglesia es también misión de liberación: se trata, desde la fé que surge de la unión con el Resucitado, de acciones concretas antes que meras declamaciones o expresiones de deseos. Es liberar los corazones de tantos demonios que oprimen, es aligerar los corazones de tanto gravoso egoísmo, es prodigar salud y perdón, es volverse clara señal de auxilio para nuestra gente sumida en las sombras.
Para ello, lo que cuenta es la fé, hermana de la confianza. Porque hemos sido elegidos, llamados y enviados, y todo es posible desde esa confianza en Alguien, Jesús de Nazareth, nuestro hermano y Señor.
Paz y Bien
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