Evangelio según San Marcos 9, 41-50
Toda literalidad es nefasta, y engendra en forma directa cualquier tipo de fundamentalismos, en especial cuando se aplica a cuestiones religiosas. En nuestro caso particular, una lectura lineal de un Evangelio como el que se nos ofrece para el día de hoy acarrearía, en ese orden de ideas, una miríada de suicidados, de muertos violentamente, de ciegos, de mancos y de cojos.
Jesús de Nazareth es un Maestro magnífico y muy hábil. Se vale de las parábolas para adentrarnos en los misterios de Dios y del Reino, pero también utiliza hipérboles como herramientas didácticas.
Una hipérbole es aquella figura literaria en la que se produce una exageración intencionada de la cualidad de una acción determinada, poniendo énfasis en la cualidad antes que en la acción, de tal modo de lograr en el oyente o interlocutor una imagen que sea difícil de olvidar o de pasar por alto.
Hasta aquí estos mínimos indicios literarios. Sin embargo, el uso que Jesús hace de estas formas no implica minimizar o relativizar la profundidad o gravedad de lo que está enseñando, y esa precisamente es la cuestión que hoy nos congrega.
Ante todo, Jesús de Nazareth realiza una identificación total y absoluta con los suyos, de tal modo que quien recibe o auxilia a los discípulos, recibe y auxilia al mismo Cristo, y no es una metáfora, y es rumbo y destino a tener en cuenta de este Dios con nosotros.
En esa misma sintonía, se enciende en el cuidado y protección que todos -cada uno de nosotros, la comunidad, la Iglesia- debemos brindar a los pequeños. Los pequeños son los niños, y como tales -en el status jurídico y social del siglo I- son los sin derechos, los que no cuentan, los que no son tenidos en cuenta, apenas una cosa que son propiedad de su padre. Así entonces los pequeños son los desprotegidos, los indefensos, los que nadie escucha, los débiles, los que tienen por fé apenas un mínimo brote germinado, todos los vulnerables.
Porque en la asombrosa ilógica del Reino, los pequeños y Dios se miran a los ojos, frente a frente, y sus rostros resplandecen y se espejan entre sí. En el horizonte de Cristo, la gloria pasa por los pequeños, por los insignificantes que, sin embargo, son enormes, como María y José de Nazareth.
El escándalo a evitar con todas las fuerza -desde la misma raíz de la existencia- es más que perentorio. Escándalo, literalmente, significa desde su raíz griega piedra de tropiezo, y en la protección y el cuidado de los pequeños se define e identifica el compromiso y la fidelidad de la comunidad cristiana.
Cuando los pequeños tropiezan, cuando son atropellados y abunda el silencio -porque tristemente nos hemos acostumbrado a tantos horrores- es que la Iglesia falla, es que la comunidad ha dejado de ser fiel a Aquél que la congrega y sostiene.
Por ello la imagen de la piedra de molino atada al cuello. Una muela -tal es el nombre- de esas dimensiones es imposible de portar por cualquier persona, y en el cuello de alguien arrojado al mar, irremisiblemente lo lleva a la muerte en las profundidades. Además del inmenso horror, para la mentalidad judía de aquel tiempo, no recibir adecuada sepultura al fallecer significaba una terrible maldición que debía ser evitada a toda costa.
No estamos hablando de castigos, estamos hablando de fidelidad, de las raíces mismas de una bondad que debería identificarnos, y que es preferible perder manos, ojos y pies antes que por acción u omisión revestirnos de su triste y oscuro designio.
Y es menester también cortar y apartar de nosotros ciertas ideas de castigos y punitorios divinos. El juicio comienza en el aquí y el ahora, y el compromiso -o su ausencia- marca nuestra estatura de humanidad. Cuanto más bajo caemos, más cerca estamos de perecer.
Debemos cuidarnos, entre nosotros y a los otros. Quizás aún no asimilamos que todos los pequeños son nuestros hijos, son nuestros hermanos, son Cristos, independientemente de su origen, nacionalidad, religión.
Ser sal es dar sabor a la vida para que dé gusto vivirla, y también es conservar la existencia para que la corrupción no clave sus garras en ella. Ser sal es el primer paso y el paso mayor de la paz y la justicia.
Paz y Bien
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