Para el día de hoy (09/02/14):
Evangelio según San Mateo 5, 13-16
Siempre nutre más la observación atenta de las circunstancias y costumbres - a menudo desapercibidas- que se suscitaban en el tiempo y durante el ministerio de Jesús de Nazareth, pues muchas de esos aconteceres culturales e históricos de la Palestina del siglo I nos ensanchan el horizonte magro de la razón.
En aquel tiempo, la sal tenía una gran importancia, mucho mayor quizás que la actual. Porque no siempre habían salinas de donde extraer los bloques para obtener el condimento de las mesas judías, y porque -precisamente- tenía otro uso tanto o más importante que la sazón de los alimentos. Era tan importante que en ocasiones se utilizaba como moneda de intercambio para pagar el jornal de los campesinos...y de allí que al pago del trabajo lo llamemos salario. Por otra parte, el sentido común nos indica su importancia al sazonar las comidas: sin la presencia de la sal, los alimentos se vuelven insípidos, y por ello difíciles de saborear y de distinguir y disfrutar sus cualidades.
Pero también cumplía un rol clave: estamos en el siglo I, en Medio Oriente, tierra de altas temperaturas durante gran parte del año y, con ello, la gran dificultad para conservar los alimentos frescos sin que se pudran, se echen a perder y se vuelvan incomibles y malsanos, y allí terciaba la sal. Las carnes se deshidrataban y curaban al sol y con sal, lo que prolongaba su integridad y utilidad durante meses; en varias regiones de Latinoamérica lo hemos realizado durante siglos, llamándole con la voz quechua charqui -conocida éste habitualmente como cecina-.
Si la sal faltaba o se degradaba comenzaban los problemas, en parte serios por la carne que se pudría, y en parte porque comer se vuelve algo desagradable, rutinario y carente de sentido, inclusive provocando algunos problemas de salud. Y la sal que se degradaba se utilizaba junto a otros residuos para tapar los baches en los caminos, pequeños montículos que se iban aplanando con las pisadas de los caminantes.
Curiosamente, la acción de la sal es bien modesta, a diferencia de otras especias y condimentos -a los que los pobres rara vez accedían-. Por ello mismo se nota tanto su importancia cuando está ausente.
Así también, en aquella época, sucedía con la luz. El aceite de las lámparas era muy caro, tanto que las familias solían tener una sola lámpara que utilizaban durante la noche para desplazar la oscuridad cerrada; los hogares familiares solían estar compuestos de una sola habitación grande que hacía las veces de comedor y de dormitorio común. Por ello la única lámpara -insistamos en lo costoso del combustible- se colocaba en el lugar más alto posible para que toda la familia se beneficiara con algunas horas de luz, prolongando el día y acortando la noche.
Aquí su ausencia implica, lisa y llanamente, que si no hay luz al atardecer la vida se apaga hasta el otro día, la vida se adormece obligada, se paraliza, no hay posibilidad de hacer más nada ni de compartir lo vivido durante el trajinar diario.
El Maestro se dirige con mandato de ser sal de la tierra y luz del mundo a sus discípulos, y entre ellos estamos todos y cada uno de nosotros hoy, ahora mismo-
Cuando está presente la sal del Reino -de la alegría, de la justicia, de una vida cada vez más plena, más humana, más feliz- uno se enamora de la existencia. Dá gusto saborearla, dá gusto vivir. Y hay otra cuestión que no es menor: cuando esta sal comienza a latir en los corazones, los mortales embates de la corrupción retroceden. Porque la sal preserva y protege la vida.
Y cuando no somos capaces de encendernos, en esos fuegos de bondad que provienen del Espíritu que sopla en todas partes, la noche y las oscuridad devienen interminables, un alud ineludible que parece haberse tragado al día.
Esta misión y este mandato son también modestos. El exceso de sal hace daño a la salud, el exceso de luz encandila y es peor que la oscuridad. Y no hay espacio para abstracciones ni cómodas teorizaciones: se trata de hechos y gestos concretos, la mayoría de las veces silenciosos y humildes, pero a la vez imprescindibles. Y cuando están ausentes, se nota y mucho -claro que sí-, y la vida viene con un signo menos.
Quizás -sólo quizás- si abrimos el corazón como el Maestro lo hacía, encontraremos en muchos sitios impensados a muchas mujeres y hombres de sal y de luz, mujeres y hombres que nada quieren saber de cuestiones religiosas, pero que hacen que esta vida sea digna de ser vivida. Gente imprescindible, asombrosos y magníficos hermanos nuestros y de Jesús. Porque la familia es mucho más grande de lo que nuestras acotadas razones suelen calcular.
Paz y Bien
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