Para el día de hoy (19/02/14):
Evangelio según San Marcos 8, 22-26
Ese hombre estaba aquejado de una ceguera total, pero también de un acostumbrarse cotidiano, de una resignación y pasividad que lo paraliza. Sin embargo, hay otros de los que no sabemos sus nombres, pero están allí, los desconocidos del Reino, los que sin vacilaciones llevan a los oprimidos de toda cautividad a la presencia de Cristo, fuente de toda liberación, salud, Salvación.
Porque cuando hay un hermano impedido en su agobio, no puede haber demoras ni excusas.
Como siempre lo ha hecho, y movido por su inmensa compasión, el Maestro pone la totalidad de su existencia a favor del doliente, del que sufre, del que no puede más.
Antes que acciones de asombroso taumaturgo, de un poder descollante, de milagrero rutilante, priman en Jesús de Nazareth la ternura y el cuidado. Por ello el contacto respetuoso y pleno de afecto, y es ese contacto el primer paso de la sanación.
En aquellos tiempos, era imperioso no tocar a ningún enfermo por las normas de pureza ritual, bajo el riesgo de impurificarse y de volverse no apto para la vida religiosa en comunidad. Maravillosamente, el Maestro quebranta ese precepto absolutizado, con la santidad que implica rebelarse contra todo lo que deshumaniza.
Así toma de la mano al ciego y lo aleja de la muchedumbre, a las afueras del pueblo.
Las cosas de Dios son bien personales, y no deben ser sometidas al escrutinio masivo, a mesuras de espectacularidad, pues los milagros no son un show de representaciones mágicas. Estamos demasiado esclavizados a una cultura de lo inmediato, a la cruel mecanicidad de lo instantáneo que niega cualquier proceso de crecimiento y desarrollo.
Por eso, quizás, este signo del Señor nos llame la atención. No hay nada en él que denote una espectacularidad supuesta.
Sin embargo, el milagro comienza en el preciso instante en que almas nobles se preocupan y ocupan del hombre relegado a las sombras constantes.
Todo tiene su tiempo de crecimiento, y a veces -siempre- es menester permitirnos la paciencia de la semilla, que por pequeña no deja de ser eficaz.
La primer respuesta de ese hombre de Betsaida es espiritualmente consecuente: vé a los hombres como árboles que caminan. Es el reflejo fiel de estas cegueras que a menudo gustamos llevar, tanto las multitudes como los seres queridos, los vecinos, los cercanos que atraviesan nuestra vida no como una bendición, no como un ser único -reflejo del Dios de la vida- sino como cosas, árboles en movimiento.
No queremos mirar, y mucho menos ver.
Pero ese hombre dá un paso fundamental en su éxodo a la Salvación, a la salud: reconoce que aún no puede ver bien. En el ámbito médico, en el ámbito psicológico, en todos los órdenes de la vida es imperioso reconocer que algo no está bien para poder enfrentarlo y superarlo. Reconocernos enfermos y necesitados de ser sanados.
Y allí sí, el Maestro nos devuelve esa capacidad de ver al hermano, de recuperar la mirada plena, unos ojos capaces de asimilar la verdad que resplandece en las honduras de los corazones y que se expresa en el prójimo.
Entonces será tiempo del regreso al hogar. No hay que detenerse en la aldea de los subterfugios y los escapes fáciles, de la rutina y las comodidades.
Esas patrias que ansiamos reivindicar comienzan en el hogar que compartimos.
Paz y Bien
0 comentarios:
Publicar un comentario