Para el día de hoy (25/02/14):
Evangelio según San Marcos 9, 30-37
La travesía final hacia Jerusalem ha comenzado. Jesús de Nazareth peregrina hacia la capital de la nación judía a encontrarse con el espanto, el escarnio y una muerte brutal en la cruz, como el peor de los criminales.
Él lo sabe bien -es fruto de su misión- y a pesar de ello no se escapa ni vacila. Pero también sabe la necesidad de que sus discípulos lo sepan, lo entiendan y comprendan ese sacrificio inmenso que se cierne sobre el horizonte inmediato.
Pero ellos parece que no entienden o, peor aún, no quieren entender ni aceptar lo que el Maestro les plantea. En sus esquemas no hay más que un Mesías de estirpe y modos reales que impondrá una victoria definitiva a los enemigos de Israel, restaurando con furioso poder las viejas glorias pasadas. Y ellos quieren ser parte y tener una parte de ello. No toleran a un Salvador pobre, humilde, derrotado y sometido en su mansedumbre a la ignominia mayúscula de la crucifixión y la muerte.
Es un escenario de ruptura, más no de abandono de Jesús. Ellos lo siguen oyendo pero no lo escuchan, ellos dejan de escuchar la voz de lo alto y todo deviene horizontal, dolorosamente terreno. Por eso mismo discuten entre ellos posiciones, prebendas y mayorazgos en ese pequeño grupo: prefieren abandonar la sencillez de la Buena Noticia y emigrar a una religiosidad de la prosperidad y el éxito.
Si no se decidiera un tema tan raigal, la escena tendría una comicidad hilarante ineludible; Jesús les pregunta -eximio conocedor de los corazones- acerca de qué venían hablando y discutiendo por el camino. Y ante esta requisitoria, ellos callan como adolescentes avergonzados, sorprendidos en el preciso momento de cometer alguna tropelía.
El Evangelista Marcos tiene, literariamente, una cadencia extraña pero magnífica a la vez: Jesús y los discípulos vienen a un ritmo creciente, en sus pasos y en sus almas. Pero de golpe, llegan a Cafarnaúm y se detienen en la casa, que hemos de suponer era el sitio que el Maestro había adoptado temporariamente como hogar de esa comunidad incipiente. Él se sienta al modo de los rabbíes cuando enseñan, y es un símbolo previo de la trascendencia de la enseñanza que brindará, pero también es el profundo sentido común que indica que cuando ciertas vorágines nos hacen perder el rumbo, es preciso detenerse -parar la pelota-, frenar y volver a enfocar la mirada en el horizonte para dejar de andar a los tumbos.
Él invierte todo, y re-significa ciertos conceptos firmemente arraigados en su tiempo, tanto que perduran hasta nuestros días. No se trata de una estrategia de reemplazo ideológico: en la asombrosa ilógica del Reino, quien es verdaderamente grande es quien sirve -diákonos- y más aún, aquellos que viven para servir sin buscar réditos ni relevancias.
Nosotros utilizamos el término diácono en su función pastoral y de culto, más es menester entenderlo en su faz primigenia, más relacionada a las tareas de los esclavos que a cualquier ordenación religiosa.
Es la misma raíz del Maestro que se hace servidor de todos, último entre los últimos para no dejar a nadie atrás, para impulsarnos a todos hacia adelante, aún a costa de su propia vida.
Un niño será, al igual que en Belén, la señal definitoria. Jesús lo abraza con una ternura mayor, una ternura que las atrocidades cometidas en los últimos años nos han ensombrecido de asco, de dolor y de temor. SIn embargo, ese abrazo es revelación, y no refiere únicamente a lo pueril, a la protección irrenunciable a la infancia que debemos ejercer a cualquier costo.
Tiene que ver con el entorno sociojurídico del siglo I en Palestina: un niño tiene menos relevancia que las mujeres y los esclavos -es apenas algo más que nada- y solamente se lo tiene en cuenta por ser un proyecto de adulto y por ser hijo de, es decir, propiedad cosificada de su padre.
Un niño es un sin derechos, un nadie, alguien que no es tenido en cuenta, y el abrazo y la enseñanza de Jesús de Nazareth es revelación de Dios, de un Dios que hasta para las mentes más endurecidas, se pone abiertamente del lado de los excluidos, de los nadies y más aún: Él está allí, y su rostro resplandece en los que nadie tiene en cuenta, y por eso mismo la misión de los discípulos -de todos nosotros- ha de comenzar abrazando a los últimos, hundiendo nuestros pies en el fango en donde languidecen tantos Cristos olvidados, desde el servicio y la compasión, frutos nuevos y primeros del Reino.
Paz y Bien
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