Para el día de hoy (07/11/13):
Evangelio según San Juan 2, 1-11
(No podemos quedarnos en la superficialidad, no debemos aferrarnos a lo episódico; en el ejemplo que nos brinda el Evangelio para el día de hoy, ellos nos llevaría solamente a una milagrosa transformación de cientos de litros de agua en vino. Pero nunca debemos permitirnos olvidar que la literalidad es causa de todos los fundamentalismos.
Por ello hay que navegar aguas adentro, y en los símbolos y en los signos que en la Palabra se nos regala, descubrir el mensaje perpetuo de Salvación de este Dios que no deja de buscarnos.
Así, los esponsales expresan simbólicamente la relación y el compromiso eterno entre Dios y su pueblo.
En la Palestina del siglo I, una boda se celebraba durante al menos una semana. Celebración del amor entre los cónyuges, festejo por la vida que se renovaría con la llegada de los hijos, certera esperanza de que la familia no se reseca y perece, confianza en la fecundidad, en la actualidad y perpetuidad de ese amor festejado. El gran motor era el vino, vino que encendía los corazones, brindis por la vida y el amor, por el Dios de Israel que no los abandona, por el Mesías que algún día llegaría.
Pero cuando el vino comienza a acabarse y escasea, es que la boda y la vida se están apagando, y queda muy poco por festejar. No hay boda para alegrarse, no hay Dios que permanezca fiel a sus promesas e inflame los corazones. Sin vino, no hay motivo para la alegría y, mucho menos, para la esperanza.
Hay una cuestión obvia, y es que María de Nazareth, Madre de Jesús, ya se encontraba en la fiesta al momento de llegar el Maestro con sus discípulos.
Ella fué invitada primero, y en cierto modo, la presencia de María nos brinda la certeza de que, si ella está, llegará Jesús. Porque donde está la Madre, se encuentra el Hijo.
Ella tiene una mirada profunda, y se dá cuenta que la fiesta se adormece porque no hay más vino bueno, y como en las bodas, así también las existencias se adormecen en letargos tristes.
Pero ella conoce también como nadie a ese Hijo, del cual es Madre y discípula. Sabe que Él trae el vino nuevo, el vino de Dios.
A una Madre nada se le niega, y esa Madre sabe que hay que hacer todo lo que ese Hijo diga para que la boda/vida no sea una ceremonia banal, sino el gran festejo de las existencias.
Había en el lugar seis tinajas de piedra llenas de agua, exactas para los rituales de purificación que prescribe la Ley de Moisés.
Se trata de un ritual viejo que deviene estéril: es un tiempo nuevo, en donde no hay excluidos por impureza, y en donde la bendición es don de la misericordia infinita de Dios antes que adquisición piadosa mediante los preceptos normados.
Se trata de la asombrosa Gracia de Dios que purifica todo corazón, y María lo sabe bien.
El Hijo transforma esas aguas viejas -seiscientos litros- en vino nuevo y bueno. Parece un exceso, una enormidad. Estamos en unas bodas de aldea, de pueblo chico en medio de la Galilea de la periferia, en donde nada pasa, y de donde nada se espera.
El vino desbordante es tan inconmensurable como el pan multiplicado. Ese vino -vino de Jesús, vino de María- sobreabunda para que a nadie le falte, y para que nosotros mismos, en este aquí y en este ahora, podamos ser partícipes de ese brindis.
Con María de Nazareth, recuperamos la capacidad de ser felices por la confianza en ese Cristo que no quiere que la vida se nos duerma, y que con todo y a pesar de todo, hay mucho para celebrar. Porque no tenemos otro destino inscrito en nuestros corazones que el de ser felices)
Paz y Bien
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