Evangelio según San Lucas 21, 5-9
(Para la fé de Israel, el Templo era su centro primordial, lugar en el que habitaba su Dios y en el que, mediante el ritual preciso, era posible encontrarse con Él y obtener sus favores. De allí también, en parte, la necesidad de que fuera imponente, magnífico, deslumbrante, un faro dorado que atrajera a toda la nación judía, tanto la Palestina como la de la Diáspora.
Sus mismos discípulos eran totalmente dependientes de esas ideas: el Templo les brindaba certezas y seguridades, aún en esos tiempos en que agobiaba la presión ejercida por el opresor romano, y por tantos que anunciaban tiempos finales. En cierto modo, el Templo les espantaba angustias y les ofrecía un espacio sagrado y trascendente que no podían hallar en el transcurrir diario. De allí el ánimo de hacerle cambiar de ideas a Jesús, comentando las bellezas, la pompa y los lujos evidentes de ese sitio enorme.
La profecía del Maestro los golpea con toda crudeza. Les preanuncia con exactitud que el Templo sería derribado años después, quedando reducido a escombros. De ello se encargarían las legiones de Vespasiano y Tito, aproximadamente por el año 70 dc.
Pero también los previene contra todos aquellos mensajeros falaces de horrores, de tormentas finales, portavoces necios de dioses falsos, embajadores plenipotenciarios de miedos coactivos.
Lo que permanece inalterablemente vivo y vivificante es la Palabra. Todo lo demás -hasta lo mejor cimentado, hasta lo más firme- dominios, imperios, sitios, templos y situaciones, mundos abrumadores y cielos perpetuamente oscuros han de pasar. Más la Palabra permanece.
En el tiempo definitivo de la Gracia, nuestro espacio sagrado es el Corazón de Jesús)
Paz y Bien
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