La compasión y el socorro son el culto primero del amor de Dios entre nosotros












Para el día de hoy (29/10/18):  

Evangelio según San Lucas 13, 10-17








Cada sábado, en la celebración que se realizaba en las sinagogas, un laico -tal como lo entendemos en nuestro tiempo- podía leer y comentar la Palabra y también presidirla. Jesús de Nazareth lo realizó en varias ocasiones, tal como nos brinda su testimonio los Evangelios; sin embargo, no tenemos la certeza que en la ocasión que nos brinda el Evangelio para este día haya sucedido así, como un simple participante o como principal entre los suyos.
Ambos escenarios controvierten las costumbres: como simple participante expresa una autoridad sorprendente e inusitada. Como rector del culto, transgrede las costumbres haciendo pasar a una mujer al ámbito de oración reservado a los hombres y poniéndola en el centro de la atención.

Todas las miradas se centran en el Maestro, pero a su vez todas las miradas parecen ignorar el prolongado sufrimiento de la mujer. Dieciocho años encorvada, sin levantar la mirada, agobiada por la carga de una culpa, aplastada por ser mujer y por estar enferma.
Tal vez ella anduviera buscando refugio y consuelo en las inmediaciones de un sistema que normalmente la dejaba a un lado, dolor razonado, miseria que se perpetúa. Pero sólo en Cristo encuentra verdadera liberación y vida plena.

Él mira a su alrededor, y su corazón sagrado es capaz de verla en su identidad única e irremplazable. Hija de Abraham denota una dignidad que la reconoce como heredera de las promesas de Dios como todos los demás.
La Palabra del Señor la restaura, la levanta, la endereza de su enfermedad. Es ahora una mujer plena y libre que puede mirar a los demás a los ojos, y que renovada por el paso salvador de Dios por su existencia alaba y agradece.
Como si no fuera suficiente con mirarla y llamarla, le impone las manos, gesto prohibido por cierta torpe moralina, acción proscrita en la rígida religiosidad que considera impuro a un enfermo.

Pero esas manos por las que desciende la bendición expresan también a un Dios que no se desentiende de su creación, un Dios que se involucra sin excepciones en todos nuestros barros.

Surgen entonces las voces estrictas de los detectores de heterodoxias de siempre. Los hay en todos lados -solemos ser así-, y en esos menesteres solemos apagar nuestra capacidad de reconocer la misericordia de Dios, el bien que se prodiga, las urgencias de los hermanos.

Los hermaos encorvados y doblegados por mil dolores no pueden ser apartados de nuestro centro, ni vistos como un accidente habitual de nuestros días. El dolor del otro no admite demoras, o mejor aún, la compasión jamás, por ningún motivo o reglamento debe postergarse.

La compasión y el socorro son el culto primero del amor de Dios entre nosotros.

Paz y Bien


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