Domingo 30º durante el año
Para el día de hoy (28/10/18):
Evangelio según San Marcos 10, 46-52
Ante todo, la especificación geográfica: Jericó se encuentra a unos 30 km de la Ciudad Santa. En la ruta hacia Jerusalem, Jericó deviene en un suburbio suyo, y no es un dato menor: la enseñanza de hoy transcurre a las puertas de la Pasión, y por lo tanto cobra relevancia y se ilumina en perspectiva de cruz y amor mayor.
En tiempos del ministerio de Jesús de Nazareth, las patologías visuales eran demasiado usuales, toda vez que la arena lesionaba las córneas tanto como el reflejo del fuerte sol sobre las piedras blancas. De ese modo, muchas personas terminaban ciegos o con una gran disminución de su capacidad visual, y esa condición les impedía llevar una vida normal, especialmente trabajar para ganar el sustento de su familia.
Pero el problema no se acotaba a ello: por las rígidas normas de pureza ritual, se percibía a toda enfermedad como un justo castigo de Dios por los pecados cometidos -o por los pecados cometidos por los padres-, de tal modo que dentro de la mentalidad imperante, la enfermedad era oprobiosa y el enfermo debía resignarse a su triste condición. Desoladora imagen de un Dios dispensador de castigos, miserias y resignaciones en donde se abdica toda esperanza.
Desde la perspectiva del párrafo anterior, se comprende la ubicación del hombre ciego de la lectura de este día. Está a la vera del camino mendigando como muchos lo que se pueda para apenas sobrevivir, la miseria tolerada que se acepta como usual, corriente, tolerable, y que no se permite cualquier alteración del desorden establecido.
Pero cuenta también la resignación que se espera del doliente, el silencio, la parálisis que no moleste a los que discurren por la vida sin complicaciones porque se han vuelto incapaces de mirar a los costados.
El Evangelista rescata el nombre de ese hombre que está a la vera del camino: tiene un rostro concreto, un nombre con raíces, y es humilde señal de un Dios que nos conoce y nos ama tal como somos, en nuestra identidad única. Y más aún, los que sufren no son abstracciones a resolver en pretéritos escritorios sino hombres y mujeres concretos, de carne y hueso que suplican auxilio.
Sin embargo, Bartimeo no se resigna. La falta de luz que reconoce es el segundo paso para restablecer su salud, una palabra hermana de otra, Salvación; el primer paso es el Cristo que camina, que lo busca, lo llama, no lo rechaza.
Quizás más que la incapacidad visual se destaque que ese hombre está sumido en un mundo uniforme, oscuro, sin matices ni posibilidades. Así, todos somos en cierto modo Bartimeos, mendigos de misericordia que suplicamos una pequeña brizna de luz, para ver y vivir.
A ese hombre ha llegado el amor de Dios, la misericordia que sana, restaura y libera. El manto que simbolizaba su existencia demolida vuela alegremente por los aires, y es la vida vieja -una no-vida- que se hace pasado, porque cuando Cristo se hace presente todo es posible. Lo verdaderamente definitivo es el amor de Dios, todo lo demás es pasajero, hasta lo más gravoso. Hay que saber pedir, y pedir con confianza, aún cuando todo diga que nó, aún cuando las voces circunspectas de los razonadores de dolor y miserias quieran esconder a los que sufren, acallando el sufrimiento como quien esconde residuos bajo las alfombras de lo cotidiano.
Allí hay un hombre que tenía una discapacidad visual y que es sanado por el amor de Dios que se expresa en Cristo, pero son muchos los ciegos que, aún con sus ojos capaces, se han vuelto incapaces de descubrir a Dios en el rostro del hermano que sufre.
Paz y Bien
En tiempos del ministerio de Jesús de Nazareth, las patologías visuales eran demasiado usuales, toda vez que la arena lesionaba las córneas tanto como el reflejo del fuerte sol sobre las piedras blancas. De ese modo, muchas personas terminaban ciegos o con una gran disminución de su capacidad visual, y esa condición les impedía llevar una vida normal, especialmente trabajar para ganar el sustento de su familia.
Pero el problema no se acotaba a ello: por las rígidas normas de pureza ritual, se percibía a toda enfermedad como un justo castigo de Dios por los pecados cometidos -o por los pecados cometidos por los padres-, de tal modo que dentro de la mentalidad imperante, la enfermedad era oprobiosa y el enfermo debía resignarse a su triste condición. Desoladora imagen de un Dios dispensador de castigos, miserias y resignaciones en donde se abdica toda esperanza.
Desde la perspectiva del párrafo anterior, se comprende la ubicación del hombre ciego de la lectura de este día. Está a la vera del camino mendigando como muchos lo que se pueda para apenas sobrevivir, la miseria tolerada que se acepta como usual, corriente, tolerable, y que no se permite cualquier alteración del desorden establecido.
Pero cuenta también la resignación que se espera del doliente, el silencio, la parálisis que no moleste a los que discurren por la vida sin complicaciones porque se han vuelto incapaces de mirar a los costados.
El Evangelista rescata el nombre de ese hombre que está a la vera del camino: tiene un rostro concreto, un nombre con raíces, y es humilde señal de un Dios que nos conoce y nos ama tal como somos, en nuestra identidad única. Y más aún, los que sufren no son abstracciones a resolver en pretéritos escritorios sino hombres y mujeres concretos, de carne y hueso que suplican auxilio.
Sin embargo, Bartimeo no se resigna. La falta de luz que reconoce es el segundo paso para restablecer su salud, una palabra hermana de otra, Salvación; el primer paso es el Cristo que camina, que lo busca, lo llama, no lo rechaza.
Quizás más que la incapacidad visual se destaque que ese hombre está sumido en un mundo uniforme, oscuro, sin matices ni posibilidades. Así, todos somos en cierto modo Bartimeos, mendigos de misericordia que suplicamos una pequeña brizna de luz, para ver y vivir.
A ese hombre ha llegado el amor de Dios, la misericordia que sana, restaura y libera. El manto que simbolizaba su existencia demolida vuela alegremente por los aires, y es la vida vieja -una no-vida- que se hace pasado, porque cuando Cristo se hace presente todo es posible. Lo verdaderamente definitivo es el amor de Dios, todo lo demás es pasajero, hasta lo más gravoso. Hay que saber pedir, y pedir con confianza, aún cuando todo diga que nó, aún cuando las voces circunspectas de los razonadores de dolor y miserias quieran esconder a los que sufren, acallando el sufrimiento como quien esconde residuos bajo las alfombras de lo cotidiano.
Allí hay un hombre que tenía una discapacidad visual y que es sanado por el amor de Dios que se expresa en Cristo, pero son muchos los ciegos que, aún con sus ojos capaces, se han vuelto incapaces de descubrir a Dios en el rostro del hermano que sufre.
Paz y Bien
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