Para el día de hoy (22/12/17)
Evangelio según San Lucas 1, 46-55
El encuentro acontece en las montañas de Judea, en Ain Karem. Es un encuentro entre dos mujeres muy distintas, y solemos pasar por alto que los encuentros entre gentes diferentes siempre nos enriquecen en tanto reconozcamos al otro.
Una de las mujeres, cronológicamente hablando, está más cerca de ser abuela y de la muerte. Sin embargo, cada vez que Dios interviene en la existencia acontecen cosas de lo más extrañas: la casi abuela está pronta a convertirse en una feliz madre. Quizás por las convenciones de su cultura, que signaban la esterilidad como motivo de oprobio y, tal vez ciertos pruritros acerca de su concepción a una edad tan avanzada la llevan a ocultarse por varios meses.
La otra mujer es casi una niña, una muchachita adolescente de una aldea galilea que no tiene mayor relevancia ni valor político o religioso. Pequeña adolescente judía que tiene un embarazo sospechoso, y que sin embargo tiene la certeza de que esa vida que se le crece es una maravilla, una bendición de Dios. Esa muchacha no se esconde. Por el contrario, la felicidad que la embarga la impulsa a salir en la búsqueda de esa mujer que lleva tantas semanas oculta. La felicidad es auténtica y frutal cuando se comparte sin condiciones.
La mujer mayor está casada con un sacerdote del Templo: son fieles y no abandonan la esperanza en la redención de su pueblo, y simbolizan la Antigua Alianza, la religiosidad convencional y ortodoxa de la Judea a la que pertenecen.
La mujer más joven -tan joven que estremece imaginarla andarse desde Nazareth hasta las montañas de Judea en soledad- está desposada con un ignoto carpintero judío de la Galilea de la periferia y la sospecha, con ciertos lazos antiguos que lo vinculan al rey David. Son pobres, pequeñísimos, insignificantes.
El encuentro entre esas dos mujeres se hace fiesta y profecía. Se trata de tiempos nuevos y asombrosos en que la Palabra se expresa a través de los que nadie escucha, las mujeres y los niños.
Entonces María de Nazareth canta. Canta las maravillas de un Dios magnífico porque ha descubierto el paso salvador de ese Dios por su existencia, porque ha mirado su pequeñez floreciendo la virginidad de su cuerpo y de su alma, tierra sin mal.
Canta porque sabe bien que su Dios siempre cumple sus promesas.
Canta porque su Dios siempre tiene su rostro inclinado hacia los pequeños, los pobres, los oprimidos. Canta porque su Dios es liberación, canta porque su Dios, llegado el caso, derriba a los poderosos de sus tronos de injusticia y explotación.
Canta porque su Dios es misericordia.
Canta porque su Dios no se olvida de su pueblo, y el Bebé santo que se crece en su seno trae todas las respuestas.
Cantar con María de Nazareth es volvernos capaces de releer toda la historia y muy especialmente nuestra pequeña porción de existencia en clave de amor y misericordia.
Cantemos entonces, con Ella, a ese Dios que teje junto a la humanidad una nueva historia de justicia, de paz y de bien. Que la Salvación no es algo distante ni un premio futuro, sino una realidad cotidiana, porque Dios acampa entre nosotros.
Paz y Bien
Una de las mujeres, cronológicamente hablando, está más cerca de ser abuela y de la muerte. Sin embargo, cada vez que Dios interviene en la existencia acontecen cosas de lo más extrañas: la casi abuela está pronta a convertirse en una feliz madre. Quizás por las convenciones de su cultura, que signaban la esterilidad como motivo de oprobio y, tal vez ciertos pruritros acerca de su concepción a una edad tan avanzada la llevan a ocultarse por varios meses.
La otra mujer es casi una niña, una muchachita adolescente de una aldea galilea que no tiene mayor relevancia ni valor político o religioso. Pequeña adolescente judía que tiene un embarazo sospechoso, y que sin embargo tiene la certeza de que esa vida que se le crece es una maravilla, una bendición de Dios. Esa muchacha no se esconde. Por el contrario, la felicidad que la embarga la impulsa a salir en la búsqueda de esa mujer que lleva tantas semanas oculta. La felicidad es auténtica y frutal cuando se comparte sin condiciones.
La mujer mayor está casada con un sacerdote del Templo: son fieles y no abandonan la esperanza en la redención de su pueblo, y simbolizan la Antigua Alianza, la religiosidad convencional y ortodoxa de la Judea a la que pertenecen.
La mujer más joven -tan joven que estremece imaginarla andarse desde Nazareth hasta las montañas de Judea en soledad- está desposada con un ignoto carpintero judío de la Galilea de la periferia y la sospecha, con ciertos lazos antiguos que lo vinculan al rey David. Son pobres, pequeñísimos, insignificantes.
El encuentro entre esas dos mujeres se hace fiesta y profecía. Se trata de tiempos nuevos y asombrosos en que la Palabra se expresa a través de los que nadie escucha, las mujeres y los niños.
Entonces María de Nazareth canta. Canta las maravillas de un Dios magnífico porque ha descubierto el paso salvador de ese Dios por su existencia, porque ha mirado su pequeñez floreciendo la virginidad de su cuerpo y de su alma, tierra sin mal.
Canta porque sabe bien que su Dios siempre cumple sus promesas.
Canta porque su Dios siempre tiene su rostro inclinado hacia los pequeños, los pobres, los oprimidos. Canta porque su Dios es liberación, canta porque su Dios, llegado el caso, derriba a los poderosos de sus tronos de injusticia y explotación.
Canta porque su Dios es misericordia.
Canta porque su Dios no se olvida de su pueblo, y el Bebé santo que se crece en su seno trae todas las respuestas.
Cantar con María de Nazareth es volvernos capaces de releer toda la historia y muy especialmente nuestra pequeña porción de existencia en clave de amor y misericordia.
Cantemos entonces, con Ella, a ese Dios que teje junto a la humanidad una nueva historia de justicia, de paz y de bien. Que la Salvación no es algo distante ni un premio futuro, sino una realidad cotidiana, porque Dios acampa entre nosotros.
Paz y Bien
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