San Juan Evangelista
Para el día de hoy (27/12/17)
Evangelio según San Juan 20, 2-8
Con todas sus angustias a cuestas, pues el espanto de la Pasión del Señor estaba aún fresco en sus pupilas y en sus almas, ellos tres estaban preocupados porque no robaran el cuerpo del Maestro, que reposaba en una tumba prestada por José de Arimatea, tumba reciente, estreno para la muerte.
María de Magdala se encamina hacia la tumba de madrugada, y esa hora marca el estadio de su corazón. Aún no ha llegado a la Resurrección de Cristo, aún no ha llegado al alba, y se encamina hacia la tumba para cumplir con los ritos mortuorios. Pero la diferencia la marca -como siempre- el amor que profesa por ese Maestro que ha muerto ante sus ojos doloridos.
La ausencia del cuerpo la reviste de urgencias, y por eso corre a avisar a los discípulos, a los compañeros de tantos caminos del Maestro, a esa familia que le han regalado y que es lo único que le queda y en la que confía, a pesar de que a ella, tal vez, no le den demasiada importancia ni le presten atención por el simple hecho de ser mujer.
Pedro y el Discípulo Amado corren hacia el sepulcro. Siguen en el mismo tenor y la presunción -bastante razonable- de que los mismos que le han matado ahora se han llevado el cuerpo para evitar un santuario o cualquier conato de alzamiento popular. Quizás, con una fé que aún debe madurar y encenderse por el Espíritu de Dios, abriguen en su interior la ilusión de que no se trate de una profanación, sino de que en verdad Jesús de Nazareth esté vivo.
Ambos corren, vuelan sus pies, y en esa misma velocidad descontrolada pasan por alto una evidencia: el sepulcro se encuentra en medio de un huerto, es decir, el hogar de la muerte se ubica en medio de donde florece la vida.
El Discípulo Amado llega primero en esa carrera: ello delata su juventud, pero también expresa que el amor siempre, indefectiblemente, llega antes que cualquier razón.
La tumba está abierta y, tal como les habían dicho, está vacía. Las vendas-mortaja están en el suelo, el sudario que cubría el rostro enrollado a un lado. Si se tratara de ladrones de tumbas, no se hubieran dejado una tela de lino tan costosa olvidada; si la intención era quitar el cuerpo y llevarlo a un sitio oculto, no se hubieran tomado demasiados cuidados. Son sólo indicios, pero señales al fin de que los utensilios de la muerte devienen en objetos sin sentido, y que esa tumba es hogar inútil de la muerte.
La fé les trae la certeza de que el sepulcro vacío es motivo de esperanza.
De un refugio de animales nada se espera que surja ni nazca una novedad.
De una tumba, sólo se indica un final definitivo.
Pero se trata siempre de la Gracia.
En el Pesebre de Belén todo comienza. En la tumba vacía, todo continúa hacia la eternidad, y nosotros vivimos por esa esperanza.
Paz y Bien
María de Magdala se encamina hacia la tumba de madrugada, y esa hora marca el estadio de su corazón. Aún no ha llegado a la Resurrección de Cristo, aún no ha llegado al alba, y se encamina hacia la tumba para cumplir con los ritos mortuorios. Pero la diferencia la marca -como siempre- el amor que profesa por ese Maestro que ha muerto ante sus ojos doloridos.
La ausencia del cuerpo la reviste de urgencias, y por eso corre a avisar a los discípulos, a los compañeros de tantos caminos del Maestro, a esa familia que le han regalado y que es lo único que le queda y en la que confía, a pesar de que a ella, tal vez, no le den demasiada importancia ni le presten atención por el simple hecho de ser mujer.
Pedro y el Discípulo Amado corren hacia el sepulcro. Siguen en el mismo tenor y la presunción -bastante razonable- de que los mismos que le han matado ahora se han llevado el cuerpo para evitar un santuario o cualquier conato de alzamiento popular. Quizás, con una fé que aún debe madurar y encenderse por el Espíritu de Dios, abriguen en su interior la ilusión de que no se trate de una profanación, sino de que en verdad Jesús de Nazareth esté vivo.
Ambos corren, vuelan sus pies, y en esa misma velocidad descontrolada pasan por alto una evidencia: el sepulcro se encuentra en medio de un huerto, es decir, el hogar de la muerte se ubica en medio de donde florece la vida.
El Discípulo Amado llega primero en esa carrera: ello delata su juventud, pero también expresa que el amor siempre, indefectiblemente, llega antes que cualquier razón.
La tumba está abierta y, tal como les habían dicho, está vacía. Las vendas-mortaja están en el suelo, el sudario que cubría el rostro enrollado a un lado. Si se tratara de ladrones de tumbas, no se hubieran dejado una tela de lino tan costosa olvidada; si la intención era quitar el cuerpo y llevarlo a un sitio oculto, no se hubieran tomado demasiados cuidados. Son sólo indicios, pero señales al fin de que los utensilios de la muerte devienen en objetos sin sentido, y que esa tumba es hogar inútil de la muerte.
La fé les trae la certeza de que el sepulcro vacío es motivo de esperanza.
De un refugio de animales nada se espera que surja ni nazca una novedad.
De una tumba, sólo se indica un final definitivo.
Pero se trata siempre de la Gracia.
En el Pesebre de Belén todo comienza. En la tumba vacía, todo continúa hacia la eternidad, y nosotros vivimos por esa esperanza.
Paz y Bien
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