Para el día de hoy (23/12/17)
Evangelio según San Lucas 1, 57-66
El tiempo de maduración y crecimiento es distinto para cada persona, y no puede mensurarse con ninguna escala. La tentación de la solución mágica e instantánea, la mecánica pretendida de presionar una tecla y ya, es demasiado habitual. Sólo los que esperan con confianza -con todo y a pesar de todo- son aquellos que verán la primavera frutal.
La escena que nos brinda hoy el Evangelista Lucas se desarrolla en Ain Karem: se trata de una pequeña localidad ubicada en los suburbios de Jerusalem, aproximadamente a seis kilómetros de la Ciudad Santa, en las montañas de Judea.
Se trata de un pueblito de esos que podemos encontrar en cada uno de nuestros países, pago chico en donde todos se conocen, en donde la vida se comparte de manera muy personal, a diferencia de la inhumanidad anónima que suelen ostentar las grandes ciudades. Allí, un paisano, un vecino es parte de la familia aunque no haya vínculos sanguíneos. Allí se celebran los nacimientos, se festejan los matrimonios y se lloran las desgracias por los lazos profundos de los afectos.
A Isabel y a Zacarías el tiempo de espera se les había hecho demasiado prolongado, tan extenso que la resignación les había ganado algunos espacios. Una esterilidad irresoluble los condenaba a que su linaje, su apellido, su historia muriera con ellos mismos.
Eran ya mayores, específicos para ser abuelos pero lejanos para padres primerizos.
El tiempo de maduración tiene un logos propio, y más aún el kairós, tiempo propicio de Dios, muy diferente a kronos, secuencia consecutiva de los días. Y el tiempo en que ellos y nosotros nos encontramos es precisamente ése, el kairós, el de la irrupción agraciada de Dios en la historia humana, tiempo santo de Dios y el hombre.
Cuando Dios se hace presente, acontecen cosas de lo más extrañas y asombrosas. Y la casi abuela Isabel se descubre jovialmente embarazada, grávida de quien sería el Bautista, enorme profeta de su pueblo.
Zacarías, sacerdote del Templo y futuro padre, es llamado a silencio.
Hay momentos en los que es preciso callar para que maduren cosas nuevas, para abandonar viejas palabras sin sentido ni destino, para que la Palabra definitiva se haga vida cotidiana y salvación.
Isabel se oculta en su hogar, quizás por confusión, quizás por cierta vergüenza inconfesa por su edad avanzada que parece incompatible con su embarazo. La situación es un contrapunto con la muchacha nazarena que con un niño en su seno, no se calla ni se oculta, sino que se pone en marcha, al encuentro de su prima mayor.
Llega el tiempo del nacimiento. No ha debido ser sencillo un parto a esa edad. Pero el niño nace sin problemas, y es una alegría inexpresable para esos noveles padres. Todos aquellos que hemos tenido la bendición de los hijos lo sabemos bien aunque no podamos contarlo en todo su esplendor.
Pero en Ain Karem no es sólo alegría de los padres, sino motivo de celebración para los vecinos. En cierto modo, es un barrio que festeja la vida que continúa con ese bebé recién llegado.
Por esos afectos y por esa cercanía, los vecinos son también copartícipes de la paternidad recién inaugurada, son padres y madres del hijo de Isabel y Zacarías. Cada niño que nace debería ser también un hijo de todos nosotros, porque cada niño es una bendición y un motivo de alegría. Es laudable el cuidado de la vida en ciernes, pero a veces, en los afanes de cuidar la gestación solemos olvidar a esos niños de tantos buenos afanes luego de que ha llegado al puerto del parto, y la vida debe cuidarse siempre, acompañando con paz y con justicia cada tallo verde en crecimiento.
Con algo de picardía escondida en afectuosa autoridad, los paisanos quieren decidir -a la hora de la circuncisión del bebé, el momento de nombrarlo- cual será el nombre de la criatura. Ellos afirman rotundos que debe tener el nombre de su padre, según las tradiciones, o al menos de alguien de la familia, y nos podemos imaginar sus rostros asintiendo, ratificando la aseveración.
Pero es un tiempo nuevo, y hay una ruptura. Las tradiciones que atan al pasado más que tradiciones son traiciones que impiden el futuro. Y Zacarías, escribe sin temblarle el pulso que el niño ha de llamarse Juan -que significa Yahveh es misericordia-, ratificando lo expresado por Isabel, firme como nadie ante los vecinos asombrados.
Ese niño, bendito desde el seno materno, será grande ante Dios y ante su pueblo, íntegro y fiel hasta las últimas consecuencias, y prepara el camino de Aquél que todos esperan con confianza y sin resignaciones.
Los vecinos, claro está, se asombran de ello, y hay una combinación de alegría y maravillas, signo de un Dios que los ha favorecido.
Cada niño que nace trae una bendición, la eterna afirmación de un Dios que viene pujando por la vida. Por eso cada nacimiento debería celebrarse en las honduras de los corazones.
Que este nacimiento que nos está llegando sea una celebración de la vida compartida, de un Dios que se hace niño para no quedarnos en la nada, un amor decisivo que comienza en la humildad de unos pañales.
Paz y Bien
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