Para el día de hoy (27/02/16):
Evangelio según San Lucas 15, 1.3- 11b.32
Quizás por lo que la parábola expresa, ésta debería ser llamada Parábola del Padre misericordioso. Aún así, Parábola del Hijo pródigo refleja también la verdad del Cristo servidor generoso.
Es imposible no espejarse en ella.
Cada uno de nosotros puede ser ese hijo menor que dilapida su herencia, la vida que se nos ha confiado y la Gracia con que se nos bendice, en aras de pretensas libertades imaginarias que nos reducen a mínimas estaturas morales y éticas, presos irreductibles del pecado y la miseria que ansiamos volver a la casa paterna, al calor familiar que nos restituye la identidad disuelta.
Pero cada uno de nosotros, especialmente, puede ser también el hijo mayor, que es un empleado cumplidor de reglamentos antes que hijo, y que se espanta con severidad cuando descubre el asombroso e incondicional amor de Dios, un amor que no se rige por méritos o retribuciones, un amor que surge del corazón amplísimo del Padre, un Padre que cobija, que abraza, que sale a los caminos en la búsqueda de los perdidos. Un Padre que jamás baja los brazos ni se resigna, pase lo que pase.
El hijo menor sabe que ha hecho mal. Ha deshonrado a su familia y en cierto modo, ha matado a su Padre en su corazón: el reclamo de la herencia siempre se hace luego del deceso de quien lega algo valioso a los suyos; al anticipar esa exigencia -con un tono de lo que se apropia y en realidad es ajeno- al ese hijo parece no importarle que el Padre viva o muera. Lo que le sucederá después será consecuencia de sus actos, nada escrito o tabulado, sino una relación causa/efecto demoledora de sus días.
Así, lejos del afecto paterno y de la familia que lo nutre, vivirá como un esclavo miserable, ansiará comer los desechos impuros de los cerdos con tal de sobrevivir un día más, pero en su horizonte se dibuja una añoranza de regreso a la presencia del Padre, junto con un discurso elaborado para reconocer sus miserias y errores y suplicar perdón, un perdón que haga más ligero el castigo que se le imponga.
Porque en la balanza de la retribución, es justo que se le condene, y que lo reduzca al talante de simple jornalero, sin otro derecho que el de obedecer ciegamente y en silencio.
El hijo mayor, en principio, tiene una conducta irreprochable. Cumple sin hesitar todas las órdenes del Padre, y allí radica, tal vez, su problema: se comporta como un capataz, como un empleado antes que como un hijo. Y cuando el menor regresa de ese exilio doloroso e infame que él mismo se ha buscado, no hay acciones punitivas. Justas. Razonables. Su Padre comete una locura, hace una fiesta porque ese hijo que se había perdido ha regresado a la casa paterna, a la vida, a la libertad, a la dignidad filial.
Esa locura lo desestabiliza. No reconoce a su hermano como tal, sino como ese hijo tuyo.
Su hermano estaba extraviado y ha sido felizmente encontrado. Él, quizás, nunca se sintió parte de la familia en la misma sintonía paterna.
A pesar de los enojos, a pesar de lo que se calla, a pesar de internarnos en las tierras terribles del pecado, lo verdaderamente decisivo es el amor de ese Padre, un Padre que ama por igual a los dos hijos, hagan lo que hagan, y que cada reencuentro es una fiesta de misericordia que merece celebrarse.
Paz y Bien
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