Tercer Domingo de Cuaresma
Para el día de hoy (28/02/16):
Evangelio según San Lucas 13, 1-9
La lectura que hoy nos convoca es una exhortación a la conversión; en ella, podremos advertir las urgencias de los tiempos, la necesidad de estar despiertos y atentos, lo perentorio de resignificar los hechos y las cosas.
Los Evangelios son relatos teológicos, es decir, espirituales. No tienen precisión historiográfica como metodología pues su exactitud pasa por otros caminos, aunque eventualmente haya coincidencias verificables históricas en los diversos textos; tal es el caso de las muertes de los galileos y de los jerosolimitanos descriptas en esta lectura.
En ambos casos, el texto nos sugiere que ambos hechos eran perfectamente conocidos por los oyentes del Maestro, y que han calado profundo en ellos. Parecen ser hechos de conocimiento e impacto públicos, y estas cuestiones relevantes son el surco a través del cual Jesús de Nazareth encausará su enseñanza.
A veces olvidamos estas cuestiones tan importantes, hablar de la Buena Noticia a partir de las cosas que le importan y que le afectan a las gentes de hoy.
No obstante lo expuesto, ambos casos no son verificables por fuentes extrabíblicas.
La violenta muerte de los galileos en el atrio del Templo -lugar de las ofrendas y los sacrificios-, en donde su sangre de sus heridas es mezclada por Pilatos con la sangre de los animales destinados al sacrificio posee indicios altamente probables: la conducta se condice con el brutal antisemitismo del pretor romano, que no despreciaba ocasión alguna de humillar a los hijos de Israel. Para los hombres de aquel tiempo, el horror se combina con un espanto que surge de la ofensa, pues se profanaba así el culto y el Templo.
La mención a otro hecho luctuoso, la muerte de los jerosolimitanos a causa de un accidente -un derrumbe-, tiene una carga simbólica: los galileos piadosos del norte y los jerosolimitanos del sur expresan la totalidad del Pueblo Elegido.
El Maestro se vale de estos dos hechos tan significativos para que aquellos que le escuchan reflexionen acerca de un tema crucial, la doctrina de la retribución. Este principio, especialmente sostenido por los fariseos, sostenía que los impíos, los pecadores, sufrirían en el más acá un castigo ejemplar por sus quebrantos, del mismo modo que los puros, piadosos y justos serían benditos con la prosperidad en premio a los méritos acumulados.
No estamos demasiado lejos de esos criterios, y también convivimos con ciertos fatalismos a los que accedemos mediante la abdicación de la esperanza en un Dios que nos ama.
El Señor lo sabía. Ese Dios que se oculta tras esas ideas no es su Padre.
Su Padre no es un Dios dispensador de muerte, de dolor, de castigos, es el Padre que aguarda el regreso de los hijos extraviados, y que celebra cada reencuentro. Aún así, Él destaca la imperiosa necesidad de conversión, y su lenguaje impacta por su dureza, pero no por ello se desdibuja su veracidad: perecer es quedarse en lo que no trasciende, en someterse a la muerte como frontera, perecer es per-vertirse por no con-vertirse.
Allí se puede comenzar a vislumbrar un sentido a los ejemplos luctuosos descriptos, y a todo hecho doloroso. La conversión -la apertura del corazón a la vida de Dios- motiva a encontrar un sentido profundo que supere esas muertes y todas las muertes, atreverse a la vida con todo y a pesar de todo.
La existencia es a menudo esa higuera que no dá frutos, y que en apariencia sólo sirve de leña. La Pasión de Cristo nos ha procurado un tiempo bondadoso asombrosamente adicional, para florezcan cosas nuevas, para crecer, para que las raíces no se sequen inútiles.
La Cuaresma es un tiempo de Gracia y misericordia, ofrenda infinitamente generosa para volver a estar plenamente vivos. Antes que una obligación tabulada, la conversión es un milagro que se nos ofrece en este tiempo de bendición que nos ha sido concedido.
Paz y Bien
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