Para el día de hoy (29/02/16):
Evangelio según San Lucas 4, 24-30
El Maestro se encontraba en la sinagoga de Nazareth; allí, en la solemnidad del Shabbat, ejerció su derecho como varón judío a leer y comentar un texto sagrado. El texto de esa ocasión era el de un profeta, Isaías, en el que Cristo asumía en su persona las antiguas promesas divinas de liberación, el comienzo de un infinito tiempo de misericordia sin venganza.
Esos hombres quedaron asombrados y estupefactos. Le habían pedido que allí, en su patria chica, realizara al menos los mismos milagros que se le conocieron en Cafarnaúm. Le reclaman para su querencia los mismos signos divinos que en otros sitios, quizás con más énfasis por origen y pertenencia, una pertenencia que creen férrea, inamovible pues lo han visto crecer, conocen a sus padres y a sus parientes, creen saber todo de Él: en su horizonte la asombrosa autoridad con la que el Maestro habla los desconcierta.
Él lo sabe bien pues como nadie conoce las cosas que se tejen en las honduras de los corazones, y es por ello que menciona dos ejemplos valiosos de la historia de Israel: Naanán y el profeta Eliseo, la viuda de Sarepta y el profeta Elías. Ambos extranjeros y paganos a los que les llega la bendición de Dios en forma de sanación, de salud restituida.
Ningún profeta es bien recibido en su tierra es mucho más que una expresión de sabiduría popular, que un proverbio revestido de veracidad. Refiere a que no basta la costumbre -ser paisanos, parte del país- ni tampoco la pertenencia: lo que verdaderamente decide la cercanía a Cristo es la fé, permitirnos gratos asombros por lo que dice y hace, alegrarnos por la novedad de un Dios que vuelve su rostro amable a los pobres, a los pequeños, a los cautivos y a todas las naciones.
Porque cuando se comienza a suponer la propiedad exclusiva de ese Cristo, Él se abre paso y se aleja.
Paz y Bien
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