Evangelio según San Marcos 3, 31-35
No debió de resultarle, anímicamente, nada fácil ni sencillo a Jesús de Nazareth permanecer inalterablemente fiel al sueño de su Padre, el Reino, que anunciaba e inauguraba a través de todo su ministerio.
Por un lado, sus enemigos enconados que buscaban menoscabarlo mediante el descrédito, el insulto y el desprecio velados, el objetivo de limar su estatura bondadosa frente a un pueblo creciente que en Él confiaba y le seguía.
Por otro lado, sus mismos parientes que no llegaban a comprenderlo, al extremo de considerarlo loco, alienado, trastornado, fuera de sí.
Más la postura de los suyos ha de entenderse en el contexto en que se desarrollaba su ministerio, en esa cultura y sociedad judía del siglo I de nuestra era. Luego de varios siglos de invasiones extranjeras, de dominios imperialistas por pueblos extraños, de exilios, cautividades, destierros y destrucción de los símbolos nacionales, el pueblo de Israel se aferraba al último reducto que preservaba su identidad, y que era precisamente la familia. Aunque familia no debe ser leído aquí con ojos de siglo veintiuno, sino con el carácter propio de esos tiempos, es decir, los naturales lazos biológicos de padres, hermanos, abuelos y los imprescindibles vínculos tribales, de clan patriarcal que implicaban pertenencia y protección.
Ese Jesús que los suyos habían visto crecer, y del que esperaban siguiera el oficio paterno -artesano o carpintero-, que formara una familia, que viera transcurrir sus años en esa aldea galilea cumpliendo cabalmente con la fé de sus mayores, a los treinta años abandona la casa familiar, el entorno diario y se larga a los caminos con una misión que lo impulsa. Parece revestido de un fuego que lo consume, habla de un Dios muy extraño que perdona, que ama, al que llama su Padre, reparte como lluvia fresca por todas partes sanación a los dolientes y enfermos y, como si no bastara, se junta a comer y beber con los despreciados, con los réprobos, con los que nadie en su sano juicio se sentaría a ninguna mesa.
En ese desconcierto es que pretenden llevárselo de regreso a Nazareth, y su presencia en Cafarnaúm -haciéndose anunciar, todo un signo- es la advertencia del ya basta, hay que regresar a lo conocido y dejarse de molestar con estas locuras de Reino, de Hijo del Hombre y de todas esas locuras que seguramente han de atraer desgracias para todos.
En ese grupo que lo requiere ansioso está su Madre. Sin embargo, aún en su no comprender al Hijo que ama, prevalece su corazón manso y enorme, y esas dudas que la acucian han de enaltecerla.
Porque el Maestro no redobla la apuesta profundizando las contradicciones y propiciando una ruptura brutal con lo viejo, con lo antiguo. En realidad, lo que declara con un todo que tal vez incomode es una invitación a ensanchar la familia, a crear vínculos nuevos y mucho, mucho más profundos que los establecidos por la genética y la sociedad.
Invita, nada más y nada menos, a ser parte su padre, su madre, su hermano y su hermana, un Dios que se revela familiarmente cercano, al que se lo conoce no tanto desde la razón como más bien desde los afectos entrañables que no pueden quebrarse ni olvidarse.
Así María de Nazareth es Madre por gestarlo, Madre por parirlo, Madre por cobijar en su alma la Palabra y dejar que germine vida nueva, Madre por escuchar esa Palabra de Vida y Palabra Viva y ponerla en práctica.
Todos, indefectiblemente y sin excepción de ninguna clase, estamos convidados a forjar estos lazos nuevos, extrañas ligazones que atan para liberar, una familia creciente en donde todos son tenidos en cuenta, todos son importantes, todos son queridos y cuidados.
A esta familia algunos la llamamos -con todo y a pesar de todo- Iglesia. Pero quizás lo más importante no sean los nombres identificatorios, sino la inefable y asombrosa cercanía de un Dios Pariente de cada uno de nosotros.
Paz y Bien
0 comentarios:
Publicar un comentario