Para el día de hoy (10/01/14):
Evangelio según San Lucas 4, 14-22a
Era una costumbre arraigada en el siglo I en la Palestina judía, reunirse durante el Shabbat en la sinagoga para el culto y la oración. La liturgia de ese día principal tenía pautas muy específicas: la recitación del Shema Ysrael -oración de identidad del pueblo de Israel-, las plegarias o súplicas de la asamblea, y la lectura de la Palabra de Dios. Es por ello que podemos afirmar que la liturgia sinagogal constaba de una liturgia de la oración y una liturgia de la Palabra.
En esta última, se leía con carácter estricto un pasaje de la Ley de Moisés, que realizaba un lector especialmente preparado y designado a tal fin que, a su vez, realizaba una homilía vinculada. Luego, se proseguía con la lectura de un pasaje de los profetas. En esta instancia, todo varón judío mayor de treinta años tenía derecho a leer un breve pasaje de los Profetas que, a su vez, podía elegirlo libremente y comentarlo para todos los presentes.
Jesús había regresado a su querencia nazarena, al sitio que lo vió crecer y hacerse hombre, un vecino querido y conocido que ahora posee cierta fama y renombre a causa de su ministerio. Tiene ya treinta años, y por eso ejerce ese derecho prefijado, y elige el rollo de los Profetas correspondiente a Isaías. Pero o se limita a reproducir verbalmente lo escrito cientos de años atrás, sino que lee proféticamente, es decir, actualiza qué es lo que tiene Dios para decirle a los suyos en el tiempo presente. Y al finalizar, toma asiento y comenta la lectura.
Sin embargo, no es un pasaje más. Es una lectura que define su misión y caracteriza la totalidad de su existencia, y es por eso que deliberadamente omite un fragmento relativo al año de la venganza del Dios de Israel.
Esta lectura profética que realiza lo tornan un profeta incómodo, molesto. Inaugura una antigua tradición casi olvidada, el jubileo, el Año de Gracia que es un año de condonación de toda deuda, de recuperación de la libertad para los esclavos, de que la tierra descanse y sea para todos.
Y así, deviene en un Mesías peligroso, pues desplaza la sacralidad de un Templo habitado por un Dios lejano e inaccesible -del que se obtienen favores mediante una piedad estricta- hacia los arrabales humanos de los que sufren, de los olvidados, de los que viven en sombras, de los presos de toda cautividad. El Dios de Jesús de Nazareth es un Dios de liberación extrañamente profano, y esa novedad magnífica que es la Buena Noticia comienza a anunciarse desde los márgenes mismos de la existencia, al borde de toda humanidad en donde campea el olvido y la resignación.
Porque el tiempo nuevo tiene el color primordial del hoy de la Salvación.
La Salvación es aquí y es ahora, y es don y es ofrecimiento también, invitación a acompañar incondicionalmente a Aquél que es nuestra liberación y nuestra alegría, y que rinde culto y amor a su Padre en todos y cada uno de sus hijos.
Paz y Bien
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