Para el día de hoy (17/01/14):
Evangelio según San Marcos 2, 1-12
Jesús de Nazareth regresa a Cafarnaúm, a la casa familiar de Simón y Andrés, una casa que considera hogar propio, una casa que es Iglesia en donde todos son tenidos en cuenta y respetados, en donde se comparte la Palabra, la vida y la salud. La suegra de Pedro lo sabe bien.
Ha regresado y debe de estar bastante cansado: ha recorrido toda Galilea enseñando, y ha tenido que pasar largos períodos de soledad en el desierto: por los criterios religiosos imperantes, y por haber tocado a un leproso, se había vuelto impuro ritual y social, por ello el ostracismo obligado.
Jesús considera a esa casa como propia, como hogar, y es símbolo de esa Iglesia que ansiamos, un recinto de bondad y justicia en donde Cristo se halle a gusto.
A pesar de su cansancio, no desoye el llamado interior de su vocación, y se pone a enseñar. Y las multitudes, hambrientas de una Palabra buena y nueva -esperanza en ciernes- se agolpan a las puertas de la casa. No cabe ni un alfiler y no se puede pasar por la puerta.
Sin embargo, a pesar del gentío, se encuentran los severos escribas en primera línea, cómodamente instalados. Silenciosos y a la vez juiciosos, ocupan como en todas partes los primeros sitios, y su voluntad no es la de aprender: por el contrario, tienen encendido el detector de heterodoxia, el sensor de blasfemias, los celos por ese joven rabbí galileo que parece querer socavarles su poder y su prestigio.
Pero para otros no es fácil acercarse al Maestro, arrimarse a la vida. Hay muchos postrados por enfermedades, por criterios inhumanos, sometidos por la culpa, incapaces de levantarse por sí mismos, impedidos de movimiento.
Entre el impedimento físico y la marea de gentes, ese hombre derrengado en una camilla se enfrenta a un imposible, a un no vá a poder ser.
Pero los no se puede, esos imposibles que sobreabundan y parecen inamovibles, finalmente aflojan cuando hay manos solidarias dispuestas al auxilio, al ingenio, al escandaloso atrevimiento de la solidaridad. Lo urgente se diferencia de lo importante, y es la comunidad que se involucra con la mirada y las manos puestas en ese Cristo al que todos deben llegar.
Cuando la comunidad de fé -la Iglesia- se enciende de solidaridad, con Cristo por horizonte y destino, los imposibles ceden y acontecen los milagros. Y es tan necesario, a menudo, volverse pies, manos, brazos, piernas para tantos caídos, paralizados en sus almas y en sus cuerpos, camillas de comodidad y de temor.
A veces, aún bajo ciertos apercibimientos de insolencia, es menester abrir ciertas brechas y boquetes en los techos de la Iglesia.
Porque el perdón y la bondad que trae Jesús de Nazareth, Dios y hermano nuestro, sana, salva y restaura la existencia.
Paz y Bien
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