Para el día de hoy (04/01/14):
Evangelio según San Juan 1, 35-42
El Bautista se reconoce pequeño, y ante la presencia del Redentor descubierto quiere empequeñecerse aún más. No quiere que nada propio se interponga a los ojos de los que buscan al Mesías, y eso, junto a su integridad que no podrán quebrantar ni con los horrores de la prisión y la muerte, lo hace grande, enorme.
El Evangelista San Juan nos brinda un dato sorprendente, y es que Juan tenía un formado e importante grupo de discípulos, discípulos que perdurarían aún luego de su muerte y de la muerte de Jesús, discípulos que podían hallarse en Israel y también en la Diáspora. De ello dan fé tanto Pablo de Tarso en sus cartas como el historiador Flavio Josefo.
Esto es muy importante: implica que un grupo de hombres aprendían y a la vez difundían lo que enseñaba el Bautista, compartían su llamada a la conversión, a la inminencia de la llegada del Mesías, de un Mesías glorioso que aplastaría a los enemigos de Israel.
Pero siempre que interviene Dios en la historia humana suceden cosas asombrosas, magníficamente inexplicables. Juan es un hombre del Espíritu, y por eso, al ver pasar a ese Jesús de Nazareth que se acerca a bautizarse -humilde y silencioso, incógnito entre la multitud- no vacila ni un segundo y declara sin ambages a sus propios discípulos y a todos aquellos que quieran escucharle que allí está el Cordero de Dios.
No es un tema menor. Es una imagen muy cara a los afectos judíos: es el cordero que Dios brinda a Abraham para que lo sacrifique en lugar de Isaac. Es la sangre del cordero de la primera noche la que salvó a los israelitas de una muerte segura en Egipto y dió comienzo al proceso de liberación, a la peregrinación a la Tierra Prometida. Es el cordero de Seder Pesaj, de la noche de Pascua, memorial de celebración de esa liberación. Es el cordero que los sacerdotes sacrifican en el Templo como ofrenda perfecta.
Reconocer en Jesús de Nazareth al Cordero de Dios es, verdaderamente, un salto al infinito, un salto sin redes. Es revolucionario, pues se afirma con toda certeza que ya o se cree en ideas, en conceptos, en una religión específica: se cree en Alguien, en una persona.
Eso es asumido por los discípulos del Bautista: dos de ellos, inmediatamente, se van con Cristo. Uno es Andrés, y el otro presumiblemente es el mismo Juan, aunque el Evangelista lo mantiene innominado para que allí mismo coloquemos nuestros nombres.
Esos discípulos parecen tener ciertos criterios escolares: por Juan, reconocen a Jesús como otro maestro, y por eso mismo lo llaman rabbí, y quieren saber en donde vive, donde le pueden encontrar habitualmente, quizás adivinar en su respuesta el modo en que Él enseña.
Pero nada será lo mismo, y todo es nuevo.
Porque ser discípulos no es el estudio de una doctrina propia del rabbí galileo. Ser discípulos es ponerse en marcha, compartir la misma vida de Cristo, vivir como Él vive, amar como Él lo hace, ser manso como Él, descubrir con estremecido asombro las maravillas de la Gracia.
El lugar donde vive Cristo no es un espacio físico -aún en el templo más importante- sino que ese Cristo habitará en los corazones por el misterio infinito de la fé, y así cada mujer y cada hombre que se atreve a creer es templo santo de Dios.
Dar un paso así es todo un éxodo, un peregrinar definitivo, y Simón/Cefas lo vivirá hasta sus mismos huesos. De allí a que cambie hasta el nombre, y pasará a llamarse Pedro, carácter y misión de su existencia.
Ir al lugar en donde Él vive es seguir sus pasos, es animarse a amar incondicionalmente, es atreverse al escándalo de la compasión, a la no resignación, a una mansedumbre inquebrantable.
Seguir al Cordero de Dios es asumir su vida en su totalidad.
Paz y Bien
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