Evangelio según San Marcos 3, 22-30
La influencia de Jesús de Nazareth, especialmente en las gentes más sencillas, era creciente y se ampliaba a medida que Él recorría los caminos junto a los suyos, sanando dolencias, purificando corazones agobiados, anunciando la Buena Noticia a los pobres.
Bajo cualquier apreciación esta influencia puede ser tranquilamente considerada un desafío planteado a aquellos que detentaban los poderes, especialmente el religioso. Sin embargo, un hombre así como el rabbí galileo, desde una perspectiva más profunda, puede visualizarse como un gran peligro, toda vez que anda liberando a las gentes de tantos miedos, miedos que se utilizan con fines de sumisión de las almas, de dominio, de opresión, aún cuando todo ello se realice -dolorosamente- en nombre de Dios.
Jesús actuaba y enseñaba por y en nombre de un Dios de amor, de bondad y de perdón. Y el amor, para cualquier poder, es una amenaza.
Pero a su vez, Cristo no es un zelota bravo que quiere imponer libertad a su pueblo mediante el uso de la fuerza, ni un heresiarca que busca ganancias propias mediante la confusión y la división, ni un provocador gratuito y soberbio. Él sigue adelante sin otra ambición que permanecer fiel al proyecto de su Padre, hasta las últimas consecuencias.
Triste y cruelmente, en aquel entonces y ahora también, se suele ir creando -progresivamente- un ambiente hostil contra el disidente, contra la voz contraria, contra lo nuevo a partir del descrédito, suponiendo que mediante esas maniobras el objetivo irá perdiendo apoyo, respaldo y ascendiente sobre el pueblo. Y una vez, en soledad y abandonarlo, golpear duramente hasta acabar con quien se ha convertido en una gravosa molestia. En esta empresa sombría se embarcan en siniestra sociedad escribas junto a fariseos, y en determinado momento sumarán a los herodianos: Jesús también era percibido como peligroso por el poder político.
Por eso comenzarán a murmurar -la acción clásica de opinión pública- de que Jesús actúa como actúa porque el poder del Maligno está con Él. Ello supone dos cuestiones: desde ese pueblo tan religioso, un espanto indecible, y así hacer pasar las mentes de un profeta y un rabbí de Dios a un mago con poderes oscuros y malvados.
Desde la ortodoxia, acumular argumentos para juzgarlo y condenarlo.
Como siempre sucede, estos argumentos carecen de demasiado sustento, porque más temprano que tarde la verdad sale a la luz, y los signos/milagros que realiza Jesús son señales del amor de Dios, que expulsa y hace retroceder todo mal.
Por ello mismo, cuando la misión de anunciar la Buena Noticia -hechos, gesto y palabra- no encuentra obstáculo alguno es el momento de comenzar a preocuparse. Cuando la Iglesia no es atacada ni perseguida, es el tiempo de reflexionar con absoluta sinceridad acerca de su fidelidad al Evangelio.
Y cuando dejamos de considerarnos pecadores, incompletos, limitados, allí sí están los fundamentos para toda ruina.
Todos, creyentes, incrédulos e indiferentes dependemos de la misericordia de Dios.
Que su bendición siga descendiendo sobre nosotros como paz, como bien, como perdón que sana y libera.
Paz y Bien
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