Evangelio según San Juan 5, 1-3a. 5-18
(La piscina de Betsatá -Betzatá o BethZatha- tenía una gran fama en la Palestina del siglo I por sus propiedades milagrosas y curativas. Era un sitio de importantes dimensiones, las que hoy pueden inferirse por los restos arqueológicos encontrados: cinco pórticos y dos estanques dan cuenta de su tamaño.
Entre esos dos estanques el agua corría rauda, probablemente debido a diferencias de presión, y así -cada tanto- las aguas burbujeaban. Cierta tradición indicaba que ese burbujeo era debido a que un ángel batía sus alas, y en ese preciso momento quien se sumergiera en esas aguas quedaría curado de cualquier dolencia al instante. Es una instantánea de la pura desesperación, de beneficio sólo para uno, superstición de los excluidos, toda vez que la enfermedad era considerada un designio divino como castigo justo por los pecados.
Por allí pasa el Maestro un sábado, el día sagrado.
Por un lado, la estricta observancia de las normas religiosas, de la Ley que impera, la ortodoxia exacta. Por el otro, los abandonados a su suerte que se aferran a cualquier cosa.
Entre la multitud que se agolpa a la vera de las piscinas estaba ese hombre, paralizado de acciones y gestos, sumido en la desesperación y el olvido, treinta y ocho años sin poder moverse ni atinar a sumergirse en unas aguas que, quizás, surtan el milagro que lo cure. Treinta y ocho años sin ayuda, toda una generación, toda una vida agobiada por la ausencia de solidaridad.
Son tiempos nuevos, extraños, distintos, asombrosos. Las prioridades definitivamente son otras, y se revela el rostro de un Dios que sale al encuentro decidido de los olvidados, de los que no cuentan, de los que sufren, el tiempo en donde todo se resuelve por la compasión que es signo cierto del amor entrañable de ese Dios que se desvive por todos y cada uno de nosotros.
Es un tiempo santo en donde se conjuga la acción de Dios y el corazón del hombre: es ese Cristo que libera, que tiene las primacías, que siempre se mueve primero y que invita al hombre a esa tarea redentora que nunca es abstracta, es bien concreta y comienza por la confianza que destrone toda resignación.
Es el trabajo de Dios que no sabe de descanso ni de prohibiciones, porque no hay nada más importante que la plenitud, que una vida íntegra y feliz, y no puede posponerse las acciones solidarias que hagan ponerse en pié y caminar a todos los caídos de la historia)
Paz y Bien
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