Para el día de hoy (14/11/12):
Evangelio según San Lucas 17,11-19
(Jesús se encamina a Jerusalem, peregrina al encuentro de su Pasión; lo espera la Ciudad Santa, el centro del mundo desbordante de doctores de la Ley, de sacerdotes, de pura ortodoxia de fé. Es una ciudad con luz propia, el núcleo de Israel que irradiará la Gloria de Yahveh a las naciones, y hacia esa Jerusalem de puros y luces se encamina Aquel que es la luz.
Aún pudiendo tomar una ruta directa, el Evangelista Lucas deja en claro que atraviesa previamente Samaría y Galilea, y no es un dato menor.
Pasa por la Samaría despreciada por los nativos de Judea, judíos que han permanecido atados a la Ley y a la tradición, hijos de la ortodoxia y el poder, para quienes los samaritanos son peores que un enemigo: ellos en su tiempo han sido el Reino del norte, y han optado por el mestizaje, por mezclarse con gentiles, con extranjeros, por renegar del Templo santo y, por tanto, renegar del Dios de Israel. Son malditos de toda maldición.
A la vez, pasa también por la Galilea de su querencia y su niñez, Galilea de pescadores y campesinos, de tonada propia y periferia, de los que son sospechosos por ser menos.
La fama de sanador y de rabbí que enseñaba cosas nuevas precedía a Jesús de Nazareth. En ese camino a Jerusalem, y cerca de un poblado, le salen al encuentro diez leprosos. Lo hacen a la distancia y a pleno grito, y ello tiene un motivo: la lepra era considerada una enfermedad producto de pretéritos pecados propios o de los padres. En tal sentido, la Ley obligaba al enfermo a vivir fuera de las ciudades, a vestir harapos y con sus cabellos despeinados, señalando a voz en grito su condición de impuro. Excepto alguna ayuda circunstancial que podían acercarle sus familiares, vivían sumidos en la soledad y la miseria.
Sin embargo, la misma lógica de la Ley suponía que, al ser la patología causada por una falta, su perdón suponía también su curación. Por ello mismo se preveía un ritual litúrgico de purificación, para el reingreso a la vida social y comunitaria.
Esos diez leprosos han aceptado su condición de enfermos e impuros que se le impone. Inclusive han superado esa separación entre judíos y samaritanos: ellos son leprosos/impuros y tienen una mentalidad resignada de ghetto, mentalidad de autoexclusión. Así entonces a la distancia imploran la compasión de Jesús que pasa por allí; ni por un segundo habría de pasar por sus mentes el acercarse al Maestro.
Jesús mismo, desde la Ley, tiene todo el derecho a ignorarlos y a pasar de largo sin preocupaciones. La Ley y la costumbre lo avalan.
Pero para Él no hay puros e impuros, sólo vé almas que sufren, corazones atormentados y cercados por una Ley cada vez más inhumana. Por ello mismo se acerca, los escucha y los envía a presentarse a los sacerdotes.
Ello no es casual -nada lo es- y su significado es incuestionable y claro: sólo puede presentarse a un sacerdote un leproso cuando es curado, cuando ha sanado su piel. Aunque contra toda suposición ligera, el milagro no acontece con esas llagas curadas, sino que comienza con ese Maestro bondadoso que les dirige la palabra, que no los excluye, que los yergue en esperanza.
Por conocer como nadie las cosas que se entretejen en cada corazón, es precisamente ese envío para cumplir con las prescripciones religiosas; la exclusión debe finalizar del mismo modo y en el mismo lugar en donde ha comenzado, en el ámbito de la autoridad sacerdotal.
Sin embargo, de los diez uno lo desobedece. Uno de ellos no quiere ir al sacerdote, uno de ellos regresa pronto a agradecer las maravillas que han acontecido en su vida, y cuyo causante ha sido ese galileo. Es el impuro entre los impuros, leproso y samaritano, del que menos se esperaba nada, pero aún así ha sido capaz de reconocer el paso salvador de Dios en su existencia, y es un enorme acto de fé que lo pone en pié.
Ha sucedido otra faceta del milagro, y es un hombre rebosante de gratitud que deja cualquier postración y se pone de pié, libre y pleno.
Ésa precisamente es una de nuestras carencias, la gratitud.
Lo que nos libera es la Misericordia y la Gracia, y todo sucede por Jesús de Nazareth, no hay otros intermediarios ni prodigios que causen milagros falaces.
A Él debemos regresar agradecidos para estar nuevamente en pié)
Paz y Bien
0 comentarios:
Publicar un comentario