Evangelio según San Lucas 10, 25-37
(Es un diálogo algo extraño: por un lado, el doctor de la ley con su innata preocupación en un postrero más allá, con su interpretación cerrada y fundamentalista de la Ley, con un Dios alejado con el que se encontrará -de acuerdo a méritos y piedad- al final de sus días.
Por el otro, Jesús de Nazareth que anuncia que el Reino ya está aquí entre nosotros, que la Salvación acontece hoy.
Para uno, le resulta suficiente un Dios que está en el cielo; para el Maestro, Dios es el Padre del Cielo a quien suplica que venga su Reino, y que florezca su voluntad aquí en este mundo a veces tan yermo.
Aún así, el doctor de la ley -a pesar de su intencionalidad primordial, la de tenderle una trampa al Maestro- tiene honestidad en su afirmación. Pero no se atreve al éxodo de sus esquemas y estructuras religiosas.
Por eso deliberadamente Jesús pone como ejemplo a un samaritano, y como antivalores las actitudes del sacerdote y del levita.
Los samaritanos eran originalmente una de las doce tribus de Israel; luego del exilio babilónico, fueron cayendo en el desprecio militante por parte del resto de los judíos, toda vez que Samaría fue colonizada territorial, social y culturalmente por los reyes babilónicos. Así los samaritanos eran considerados abyectamente impuros, mestizos irrecuperables, desoladamente impuros.
El ejemplo no puede ser más contundente: hay un caído a la vera del camino. Sólo sabemos que baja desde Jerusalem a Jericó, y que es asaltado y golpeado brutalmente.
Pasan un sacerdote y un levita -emblemas de la religión oficial, de la más pura ortodoxia- y dan un rodeo. Sus normas de pureza le impiden acercarse, pues si el caído está muerto el sólo contacto con el mismo los conduciría a la impureza y al ostracismo.
En realidad, lo que está en juego es mucho más: en la parábola se decide cual es la verdadera religión, y quién es en realidad el prójimo.
Para la fé de Israel, el prójimo/próximo es el igual, el par, el judío varón de Israel, nunca el extranjero, el enemigo, el impuro. Para el Maestro, el próximo se construye, hay que salir a su encuentro, y carece de condiciones previamente determinadas.
Así la afirmación del Maestro es verdaderamente revolucionaria: la Buena Noticia es para todos sin excepción aún para los que no creen o profesan otra fé, y la verdadera religión se explicita en el ejercicio cordial de la compasión hacia el caído, signo cierto del amor inquebrantable del Dios de la Vida para con la humanidad.
Quizás la Iglesia sea precisamente eso: mujeres y hombres que andan por la vida sin rodeos, cuya preocupación primera son los que sufren, los que la existencia ha dejado agobiados a la vera de la vida, llevando aceite de consuelo y vino de esperanza, previsores para el después con monedas plenas de mañana, porque saben que cada vez es más necesario e imprescindible aprojimarse, como Aquél que se acercó de una vez y para siempre y se ha quedado entre nosotros por los siglos de los siglos)
Paz y Bien
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