Para el día de hoy (04/02/20):
Evangelio según San Marcos 5, 21-43
La lectura que nos ofrece la liturgia para el día de hoy nos sitúa en tierras judías nuevamente: Jesús ha regresado de la otra orilla del lago Tiberiades, ha llevado la Buena Noticia al área de la Decápolis, tierra contaminada por extranjeros, mirada siempre con la sospecha de la peligrosa heterodoxia y la impureza cultual, como si allí la bendición de Dios estuviera restringida.
La frontera es mucho más que una línea en el mapa o puestos divisorios aduaneros: la frontera es ante todo causada por la dureza cordial de quienes, desde la misma Palabra de Dios, han decidido benditos unos, malditos los otros, propios algunos, ajenos otros tantos.
Se trata, especialmente, de una geografía teológica o espiritual en donde Cristo se mueve con una libertad asombrosa. No terminamos de comprender que nuestros límites no se le imponen, porque la Salvación se ofrece a todas las gentes, a todos los pueblos.
Al Maestro lo sigue una abigarrada multitud. Su fama de taumaturgo lo precede y es creciente. Lo masivo no necesariamente es prolífico, o favorable. Quizás aquí debamos inclinarnos por una tendencia negativa en la redacción de San Marcos, pues afirma que esa masa de gente lo apretaba por todos lados: en la multitud los rostros se desdibujan, y tal vez allí haya una mezcla de intereses individuales junto a la tendencia del personaje de moda. Pero allí, a pesar de la cercanía física, el Maestro se encuentra solo a pesar de tanta gente.
Con todo, Jesús de Nazareth tiene una mirada profundísima, la capacidad de reconocer personas y situaciones aún inmerso en esos mares de gentes que se arraciman a su alrededor.
Así sus ojos descubren a Jairo. La escena es, cuanto menos, asombrosa: es el jefe de la sinagoga, principal dentro de la estructura laica de la sinagoga y muy relevante en cuanto a las decisiones y opiniones. Por su propio ministerio, Jesús está sometido a un constante hostigamiento por escribas y por fariseos, la corriente religiosa que domina el sistema sinagogal. Por lo tanto, Jairo es un enemigo y un censor empecinado del Maestro.
Sin embargo, antes que fariseo, que jefe, que personalidad es un padre cuya hija agoniza, una niña que apenas se está asomando y cuya vida está a punto de ser cercenada sin piedad ni aviso. Todo lo que sostiene su existencia, especialmente su sinagoga, no le comunica vida y salud, no trae respuestas, sólo obligaciones insostenibles. Pero en ese joven rabbí galileo hay una fuerza vital impresionante, una luz destellante de la que es muy difícil ocultarse.
Así Jairo, abandonando cualquier pretensión y presunciones del qué dirán, se postra a los pies del Maestro, y esa confianza se corresponde con el Cristo presuroso que se vá con Jairo al rescate de la niña.
Con una maestría literaria luminosa que nos estremece por la fuerza del Espíritu que la inspira, el Evangelista nos entreteje en pleno relato otra historia, otro viso de la misma capacidad de Cristo de descubrir rostros y personas en donde todos miran hacia otro lado.
El caso es igual de grave: se trata de una mujer que durante doce años sufre de hemorragias ginecológicas sin resolución. La medicina de la época no ha avanzado mucho y a menudo es encarnizada, y a todo ello la mujer ha gastado todos sus bienes cambiando de médicos que no cambian su estado de salud. Tras esas metrorragias la vida poco a poco se le escapa. Esa mujer no podrá tener hijos, ni tampoco estará posibilitada de tener intimidad física.
Pero lo más grave es lo que se le impone por una lectura literal de la Ley, una casuística tan erudita como tan carente de humanidad. Para la mentalidad religiosa de su tiempo, esa mujer es una impura cultual absoluta, y esa impureza se transmite a todo aquél que tome contacto con ella; por ello mismo, debe vivir aislada, sin contacto humano -ni siquiera familiar-, sin poder rezarle a su Dios en el Templo ni en la sinagoga, y con sólo unos pocos objetos que utilizará sólo ella. Parece como que la vida misma le está vedada, y debe someterse y resignarse a un duro designio de un Dios que la ha ubicado en ese nicho de soledad y desprecio.
Ella también confía en el Cristo que por allí pasa. Esa confianza la impulsa con un coraje descomunal a realizar lo impensado, es decir, a quebrantar su ostracismo y a tocar el borde del manto del Señor. Quizás en ella persista cierto pudor por su condición, y por ello es que se arrima por detrás.
De cualquier modo, el Maestro percibe lo que sucede: el símbolo de la fuerza que sale de Él significa que siempre la presencia de Cristo es sanación y liberación, fuerza pujante de la vida, y que toda su persona está volcada por entero a la atención de sus hermanas y hermanos. Todo lo percibe, en todo nos percibe, y esa mujer se salva por su fé porque esa fé es, ante todo, confiar en una persona antes que aferrarse a dogmas, preceptos creencias.
Mientras tanto, la hijita de Jairo agoniza mientras Jesús de Nazareth sigue su marcha hacia el hogar familiar. Pero el aviso del fallecimiento los interrumpe, tan habituados estamos a que las malas noticias corran veloces. En el mensaje se explicita también el abandono del Maestro, por cuestiones de fúnebre pragmatismos, pero a su vez de dejarse de molestar con ese nazareno revoltoso que empuja a hacer locuras.
Aún cuando todo parezca definitivo, cerrado, irresoluble, la invitación de Jesús surge con la mansa insolencia de los que confían y aman. Cuando en verdad se cree, los miedos retroceden y la vida se hace posible.
Allí donde parece gobernar el luto y el dolor, la voz de Cristo restituye la vida a la niña que ya no está muerta, sólo una vida que su tiempo ha adormecido. Despertarse es mandato de Dios, de un Dios que nos redime al son de Talitá kum, levantarse en humanidad, a la luz de la eternidad que nos florece.
Hay tres testigos con el Maestro, Pedro y los hijos de Zebedeo, señal también de que esa misión vital será misión de la Iglesia, despertando las almas derrumbadas de pena y doblegadas por tanta muerte.
Talitá kum para nuestra gente, Talitá kum para los que se han cansado de esperar, al menos, una noticia nueva y buena, Talitá kum para todos los pueblos.
Paz y Bien
La frontera es mucho más que una línea en el mapa o puestos divisorios aduaneros: la frontera es ante todo causada por la dureza cordial de quienes, desde la misma Palabra de Dios, han decidido benditos unos, malditos los otros, propios algunos, ajenos otros tantos.
Se trata, especialmente, de una geografía teológica o espiritual en donde Cristo se mueve con una libertad asombrosa. No terminamos de comprender que nuestros límites no se le imponen, porque la Salvación se ofrece a todas las gentes, a todos los pueblos.
Al Maestro lo sigue una abigarrada multitud. Su fama de taumaturgo lo precede y es creciente. Lo masivo no necesariamente es prolífico, o favorable. Quizás aquí debamos inclinarnos por una tendencia negativa en la redacción de San Marcos, pues afirma que esa masa de gente lo apretaba por todos lados: en la multitud los rostros se desdibujan, y tal vez allí haya una mezcla de intereses individuales junto a la tendencia del personaje de moda. Pero allí, a pesar de la cercanía física, el Maestro se encuentra solo a pesar de tanta gente.
Con todo, Jesús de Nazareth tiene una mirada profundísima, la capacidad de reconocer personas y situaciones aún inmerso en esos mares de gentes que se arraciman a su alrededor.
Así sus ojos descubren a Jairo. La escena es, cuanto menos, asombrosa: es el jefe de la sinagoga, principal dentro de la estructura laica de la sinagoga y muy relevante en cuanto a las decisiones y opiniones. Por su propio ministerio, Jesús está sometido a un constante hostigamiento por escribas y por fariseos, la corriente religiosa que domina el sistema sinagogal. Por lo tanto, Jairo es un enemigo y un censor empecinado del Maestro.
Sin embargo, antes que fariseo, que jefe, que personalidad es un padre cuya hija agoniza, una niña que apenas se está asomando y cuya vida está a punto de ser cercenada sin piedad ni aviso. Todo lo que sostiene su existencia, especialmente su sinagoga, no le comunica vida y salud, no trae respuestas, sólo obligaciones insostenibles. Pero en ese joven rabbí galileo hay una fuerza vital impresionante, una luz destellante de la que es muy difícil ocultarse.
Así Jairo, abandonando cualquier pretensión y presunciones del qué dirán, se postra a los pies del Maestro, y esa confianza se corresponde con el Cristo presuroso que se vá con Jairo al rescate de la niña.
Con una maestría literaria luminosa que nos estremece por la fuerza del Espíritu que la inspira, el Evangelista nos entreteje en pleno relato otra historia, otro viso de la misma capacidad de Cristo de descubrir rostros y personas en donde todos miran hacia otro lado.
El caso es igual de grave: se trata de una mujer que durante doce años sufre de hemorragias ginecológicas sin resolución. La medicina de la época no ha avanzado mucho y a menudo es encarnizada, y a todo ello la mujer ha gastado todos sus bienes cambiando de médicos que no cambian su estado de salud. Tras esas metrorragias la vida poco a poco se le escapa. Esa mujer no podrá tener hijos, ni tampoco estará posibilitada de tener intimidad física.
Pero lo más grave es lo que se le impone por una lectura literal de la Ley, una casuística tan erudita como tan carente de humanidad. Para la mentalidad religiosa de su tiempo, esa mujer es una impura cultual absoluta, y esa impureza se transmite a todo aquél que tome contacto con ella; por ello mismo, debe vivir aislada, sin contacto humano -ni siquiera familiar-, sin poder rezarle a su Dios en el Templo ni en la sinagoga, y con sólo unos pocos objetos que utilizará sólo ella. Parece como que la vida misma le está vedada, y debe someterse y resignarse a un duro designio de un Dios que la ha ubicado en ese nicho de soledad y desprecio.
Ella también confía en el Cristo que por allí pasa. Esa confianza la impulsa con un coraje descomunal a realizar lo impensado, es decir, a quebrantar su ostracismo y a tocar el borde del manto del Señor. Quizás en ella persista cierto pudor por su condición, y por ello es que se arrima por detrás.
De cualquier modo, el Maestro percibe lo que sucede: el símbolo de la fuerza que sale de Él significa que siempre la presencia de Cristo es sanación y liberación, fuerza pujante de la vida, y que toda su persona está volcada por entero a la atención de sus hermanas y hermanos. Todo lo percibe, en todo nos percibe, y esa mujer se salva por su fé porque esa fé es, ante todo, confiar en una persona antes que aferrarse a dogmas, preceptos creencias.
Mientras tanto, la hijita de Jairo agoniza mientras Jesús de Nazareth sigue su marcha hacia el hogar familiar. Pero el aviso del fallecimiento los interrumpe, tan habituados estamos a que las malas noticias corran veloces. En el mensaje se explicita también el abandono del Maestro, por cuestiones de fúnebre pragmatismos, pero a su vez de dejarse de molestar con ese nazareno revoltoso que empuja a hacer locuras.
Aún cuando todo parezca definitivo, cerrado, irresoluble, la invitación de Jesús surge con la mansa insolencia de los que confían y aman. Cuando en verdad se cree, los miedos retroceden y la vida se hace posible.
Allí donde parece gobernar el luto y el dolor, la voz de Cristo restituye la vida a la niña que ya no está muerta, sólo una vida que su tiempo ha adormecido. Despertarse es mandato de Dios, de un Dios que nos redime al son de Talitá kum, levantarse en humanidad, a la luz de la eternidad que nos florece.
Hay tres testigos con el Maestro, Pedro y los hijos de Zebedeo, señal también de que esa misión vital será misión de la Iglesia, despertando las almas derrumbadas de pena y doblegadas por tanta muerte.
Talitá kum para nuestra gente, Talitá kum para los que se han cansado de esperar, al menos, una noticia nueva y buena, Talitá kum para todos los pueblos.
Paz y Bien
1 comentarios:
Señor de la Vida! Que creamos cómo Jairo 🙏 Paz y Bien!
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