Para el día de hoy (20/02/20):
Evangelio según San Marcos 8, 27-33
El Evangelista Marcos sitúa hoy el ministerio de Jesús de Nazareth en los poblados cercanos a Cesarea de Filipo, y es mucho más que un dato geográfico.
Hasta hace poco, ha curado y enseñado en Betsaida, y se desplaza a aproximadamente cuarenta kilómetros al norte, casi al pié del monte Hermón: ese será un límite físico y también teológico -espiritual- pues no irá más allá. A partir de allí, todo será ruta hacia el sur, hacia Jerusalem, al encuentro decidido y libérrimo con el odio encendido de sus detractores, hacia la fastuosa capital, al enorme Templo y, por sobre todo, a su crucifixión y su muerte.
Cesarea de Filipo no es otra ciudad más en su periplo, sino que está cargada de gravosos símbolos. Edificada en un principio para el dios griego Pan, luego se la rebautizó Cesarea en honor del emperador César Augusto, a tal punto de edificar un templo a ese César deificado. Con el tiempo, se le añadió el término de Filipo en homenaje al tetrarca que imperaba en ese tiempo, Herodes Filipo, uno de los hijos de Herodes el Grande -hermano del conocido Herodes Antipas, asesino del Bautista-.
Allí confluyen, entonces, rituales de deidades de la naturaleza, la divinización del César y el culto al poder y a los poderosos, y es precisamente allí en donde Jesús de Nazareth les pregunta a los discípulos qué dicen las gentes acerca de quien es Él.
Que el Bautista, que uno de los profetas, que es Elías regresado es la respuesta, y es que el Maestro suscitaba distintas reacciones entre los que accedían a sus signos y enseñanzas. Sin embargo, es obvio que cada respuesta se adecua a las expectativas personales y nó a la inversa. En la mentalidad colectiva predominaba un Mesías sucesor de la dinastía davídica que restauraría mediante el poder militar las antiguas glorias de Israel; más aún, algunos querían apurar esa llegada con un uso religioso de las armas, tal el caso de los zelotas, mientras que otros suponían que con el cumplimiento estricto y puro de la Ley -los fariseos- acortarían la espera.
Pero todas las respuestas refieren a un hombre, a un hombre extraordinario o a un súper hombre, pero a un hombre al fin. Y en su horizonte no pueden concebir a un Mesías servidor, humilde y manso que se vista de derrota, que deje las manos libres a los violentos para que se ensañen con él, un Mesías abnegado y entregado como un cordero al sacrificio.
Por ello mismo, les pregunta a los discípulos -a los Doce, a todos y cada uno de nosotros- con un énfasis inusual cual es la idea que tenemos de Él.
Pedro toma la palabra en nombre de todos, pues Pedro es la roca en donde afirma y confirma su fé la comunidad. Y Pedro está asistido por el Espíritu de Dios, y por ello confiesa que ese Jesús que comparte con ellos caminos, cansancios y pan es el Cristo de Dios, el Mesías esperado.
El Maestro manda guardar silencio acerca de esta verdad. No hay difusión ni publicidad que valga, y se acerca la noche oscura: las comprensiones se abrirán al alba de la Resurrección, y tal vez por ello quiere prepararlos para los días bravos que están por venir.
No es fácil de asimilar, pues todos tienen y tenemos moldes viejos que nos resultan costumbre diaria y comodidad, y la fé exige un salto sin red que no cualquiera se atreve a dar. Por ello mismo quizás Pedro comienza a reprenderlo, con el mismo enojo empeñoso que solemos poner cuando los proyectos de Dios no se adecuan a lo que suponemos, cuando lo que pedimos no se adapta a lo que Dios nos brinda a diario y de continuo.
Así, ese Cristo sufriente y derrotado, hermano de todos los crucificados de la historia se identifica con muchas imágenes que solemos adjudicarle.
Un Cristo lejano y glorioso, bien del cielo y ajeno a estos andurriales del mundo. O quizás un Mesías revolucionario. O un Salvador dulcemente banal que nunca incomoda, encarnación de un Dios al que creemos manipular mediante la acumulación de actos piadosos. Tantas imágenes como ansias y expectativas le adosamos.
Jesús de Nazareth nos regala una pista asombrosa, magnífica. Se identifica como Hijo del hombre, Hijo de la humanidad, y en ese título está su misión, su ternura y su ofrenda perpetua, un Dios jamás desentendido de lo que nos sucede, un Dios que ha asumido nuestra limitadísima condición para ascender, peldaño a peldaño, a un cielo que comienza aquí y ahora.
Paz y Bien
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