Para el día de hoy (12/02/20):
Evangelio según San Marcos 7, 14-23
Lo que pretende enseñar el Maestro es importantísimo, tan raigal y trascendente que llama perentoriamente la atención de los presentes, de sus discípulos y de toda esa multitud congregada en torno a Él. Ello se debía en parte a que aquellos con los que quería dialogar lo desechaban de antemano en una negación totalmente prejuiciosa -escribas, fariseos-, pero en parte también porque a menudo es necesario concitar la atención, focalizar, despertar los sentidos.
Solemos oír sin escuchar, mirar sin ver, poner cara de interés pero entre nuestros oídos pasan tormentas, más lo valioso no se queda.
La afirmación que realiza es categórica: nada de lo externo que ingrese en el hombre ha de ser motivo de mancha, de impurificación, de señal que mancille. Es tan contundente lo que dice que es revolucionario y aún hoy no hemos tomado la real dimensión de su significado.
El Maestro refiere a la dialéctica desatada a partir de las costumbres y tradiciones dietéticas impuestas durante generaciones por los escribas, esto es, los alimentos permitidos y los prohibidos, los alimentos benditos que conducen a Dios y los prescritos por impuros. Más aún porque en la historia de Israel muchos habían muerto como mártires por mantenerse firmes en esa tradición, y ante los ojos y los oídos asombrados de todos, Él derriba todas esas cosas que se daban por inconmovibles.
En realidad, vá mucho más allá del cuestionamiento a ciertas costumbres histórica y religiosamente instauradas. Si fuera solamente eso, Jesús de Nazareth sería solamente un carismático transgresor, un rebelde perpetuo pero no mucho más que eso.
Lo que está en juego, lo que se decide -aún a precio de su misma sangre- es el universo infinito de la Gracia, el amor de Dios, la Salvación.
No se trata de discutir la validez o nó de ciertas costumbres que pueden llegar a tener sus razones fundadas, y hasta un santo carácter devoto.
Se trata de desertar de ese mundo en el cual al Dios de la Vida se lo manipula mediante la acumulación puntillosamente piadosa de actos específicos, actos que están en condiciones de cumplir unos pocos y que, a la vez, son causa de humillación, condena y dolor para tantos.
Se trata de renegar de la imagen de un dios que premia a algunos y castiga a muchos, porque ese no es el Dios de Jesús de Nazareth.
Se trata de darse cuenta que en las honduras del propio ser, de la misma existencia -eso que llamamos corazón- anida todo lo que nos define, nuestros horizontes, nuestras estaturas, sueños, borrascas, cielos regalados o infiernos elegidos. Y que, indefectiblemente, siempre ha de referir a cómo nos portamos con el prójimo, con los demás, nuestras buenas y malas acciones y especialmente nuestras omisiones.
En nuestros corazones puede crecer la humilde y asombrosa semilla del Reino, de la vida, de la felicidad que es siempre compartida. Pero también se nos puede crecer una cizaña que todo lo ahogue, y es por eso que hay que dedicarse al cuidado de ese pequeño jardín que se nos ha confiado.
María de Nazareth lo sabía bien, y todas las cosas -aún las que no comprendía- maduraban al calor de su inmenso corazón, y por ello la más pequeña es la más grande y la más feliz entre todas las mujeres y hombres de toda la historia humana.
Paz y Bien
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