Para el día de hoy (17/02/20):
Evangelio según San Marcos 8, 11-13
Ellos suben a una barca y cruzan el lago. Han regresado a la Galilea en donde todo ha comenzado, y nomás desembarcando, los severos fariseos enfrentan al Maestro con patentes ganas de confrontar, de descalificar y un ausente ánimo de encontrar la verdad.
No lo dejan en paz, y es significativo que la pelea planteada suceda en la ribera: lo estaban esperando con ese único fin avieso.
El Evangelista en ese punto es preciso: le piden a Jesús un signo del cielo para ponerlo a prueba.
De aquí podemos inferir dos cuestiones principales: por un lado, tenían la intención de que el Maestro cometiera un error y así ponerle en ridículo frente a todas esas gentes que lo seguían en un número cada vez mayor. Pero por otro lado, hay otro interés oculto, tácito, y es que a ellos les brinde una señal de esas características. Parece que lo que no es sometido a su escrutinio y a su aprobación, debe ser rechazado de plano y considerado anatema, ajeno a Dios.
En síntesis, requieren una señal milagrosa, un portento visible y descomunal que confirme la autoridad divina que ese rabbí harapiento pretende esgrimir. Sin dudas, hay cierta actitud de superioridad despreciativa: son los cultos y pulcros ortodoxos que, en el fondo, desprecian a ese galileo de aires campesinos, cuyo mismo acento lo delata, un paisano casi impuro, un kelper de la fé de Israel.
Por ello el Maestro suspira profundamente, y es un gemido y un dolor que proviene de las honduras de su alma. Esos hombres son muy religiosos, y sin embargo son unos incrédulos enconados. Para ellos ninguna señal, por evidente que fuere, será suficiente, y por eso mismo no tendrán ninguna señal al modo que ellos exigen.
Porque tanto para esos fariseos como para nosotros, todo está allí aunque se nos oculte a nuestros limitados ojos. Las señales del cielo resplandecen como estrellas de Belén que nos señalan el camino para los corazones que se animen a mirar y ver más allá de lo evidente.
Señales de fraternidad, de solidaridad, de servicio, de vidas ofrecidas. Pequeños gestos de cortesía y amabilidad. Silenciosos esfuerzos de todos los que viven vidas orante para sustento de todos nosotros, en la mansa soledad conventual. Madres como ángeles que mantienen a raya los demonios del hambre. Los hombres honestos que desertan abiertamente de cualquier corrupción. Los que cuidan a los indefensos. La serena alegría compartida. Tantos gestos y acciones concretas, tantas señales del cielo y la señal mayor, la Resurrección que es vida que no se termina, eternidad y don de Dios para toda la humanidad.
Paz y Bien
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