Para el día de hoy (13/02/20)
Evangelio según San Marcos 7, 24-30
Jesús de Nazareth había tenido una virulenta confrontación con los representantes y dirigentes de la ortodoxia oficial judía a causa del cumplimiento de ciertas tradiciones y de la pureza e impureza de ciertos alimentos. El escenario es de ruptura, y el paso a la región de Tiro completa el trasponer una frontera mucho más profunda que la que señala la geografía y la política.
Para la memoria del pueblo judío, Tiro no es un país extranjero cualquiera, Tiro -y Sidón- es la cuna de Jezabel, enemiga terrible de Elías que, a su vez, inspiró las furias de los profetas Ezequiel y Jeremías. Es por ello que esta región a la que accede el Maestro es el epítome de lo extraño, de lo extranjero, de lo ajeno, ámbito tanto real como simbólico que un hijo de Israel siempre ha de evitar, pues entraña la amenaza de un paganismo acérrimo y la potencialidad de una contaminación de la propia nacionalidad, tan celosamente resguardada.
Precisamente, el paso del Maestro a ese región implica la extensión de su ministerio, símbolo de su universalidad que no reconoce ni acepta limitaciones ni cotas de cualquier índole.
Es un salto enorme de corazón y de mente que aún hoy la Iglesia a veces no realiza, discriminando entre propios y ajenos, cuando su identidad la confiere la Gracia de Dios que nos prohija.
Es dable suponer que el Maestro ingresa a una casa judía de la zona, con ganas de no destacar, de estar un tiempo tranquilo junto a los discípulos. Pero ni modo, no hay modo de que permanezca oculto. El bien y la bondad, inevitablemente, destacan y refulgen en todo sitio, haga lo que se haga, imponga lo que se imponga.
Resulta impensable para un rabbí que le hable a una mujer, o que una mujer le dirija la palabra. Peor aún en el caso que hoy nos ocupa, el de una mujer sirofenicia y pagana.
Se trata de una silente y mansa revolución que el Maestro no sólo escuche sino que converse con una mujer así.
El diálogo, mirado de forma sesgada, es durísimo. En cierto modo, basándose en antiguos patrones tradicionales, Jesús menta a los extranjeros como perros, y nó en un cariz afectuoso de mascotas, sino en el talante más despectivo, que aún hoy se suele utilizar.
Pero esa dureza debe contemplarse en la totalidad de la conversación y de la lectura para descubrir su verdadero sentido y profundidad.
Acontecen dos cuestiones: por un lado, el Maestro, desde esa perspectiva de su pueblo, provoca a la mujer para que no se resigne, para que no baje sus brazos, para que no se abandone a cuestiones que poco tienen de humanidad y de Dios.
Por el otro, que el amor de una madre, el sufrimiento de los hijos, la fé que suplica migajas de misericordia conmueven el sagrado corazón de Cristo.
Quiera Dios que esa mujer sirofenicia nos haga espejo cordial, para iluminarnos la fé, para pulirnos en humildad, para volver a confiar en ese Maestro que a todos escucha, recibe y a todos, sin excepción, quiere ayudar.
Paz y Bien
Para la memoria del pueblo judío, Tiro no es un país extranjero cualquiera, Tiro -y Sidón- es la cuna de Jezabel, enemiga terrible de Elías que, a su vez, inspiró las furias de los profetas Ezequiel y Jeremías. Es por ello que esta región a la que accede el Maestro es el epítome de lo extraño, de lo extranjero, de lo ajeno, ámbito tanto real como simbólico que un hijo de Israel siempre ha de evitar, pues entraña la amenaza de un paganismo acérrimo y la potencialidad de una contaminación de la propia nacionalidad, tan celosamente resguardada.
Precisamente, el paso del Maestro a ese región implica la extensión de su ministerio, símbolo de su universalidad que no reconoce ni acepta limitaciones ni cotas de cualquier índole.
Es un salto enorme de corazón y de mente que aún hoy la Iglesia a veces no realiza, discriminando entre propios y ajenos, cuando su identidad la confiere la Gracia de Dios que nos prohija.
Es dable suponer que el Maestro ingresa a una casa judía de la zona, con ganas de no destacar, de estar un tiempo tranquilo junto a los discípulos. Pero ni modo, no hay modo de que permanezca oculto. El bien y la bondad, inevitablemente, destacan y refulgen en todo sitio, haga lo que se haga, imponga lo que se imponga.
Resulta impensable para un rabbí que le hable a una mujer, o que una mujer le dirija la palabra. Peor aún en el caso que hoy nos ocupa, el de una mujer sirofenicia y pagana.
Se trata de una silente y mansa revolución que el Maestro no sólo escuche sino que converse con una mujer así.
El diálogo, mirado de forma sesgada, es durísimo. En cierto modo, basándose en antiguos patrones tradicionales, Jesús menta a los extranjeros como perros, y nó en un cariz afectuoso de mascotas, sino en el talante más despectivo, que aún hoy se suele utilizar.
Pero esa dureza debe contemplarse en la totalidad de la conversación y de la lectura para descubrir su verdadero sentido y profundidad.
Acontecen dos cuestiones: por un lado, el Maestro, desde esa perspectiva de su pueblo, provoca a la mujer para que no se resigne, para que no baje sus brazos, para que no se abandone a cuestiones que poco tienen de humanidad y de Dios.
Por el otro, que el amor de una madre, el sufrimiento de los hijos, la fé que suplica migajas de misericordia conmueven el sagrado corazón de Cristo.
Quiera Dios que esa mujer sirofenicia nos haga espejo cordial, para iluminarnos la fé, para pulirnos en humildad, para volver a confiar en ese Maestro que a todos escucha, recibe y a todos, sin excepción, quiere ayudar.
Paz y Bien
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