Para el día de hoy (27/11/18):
Evangelio según San Lucas 21, 5-9
En la ocasión que nos presenta la liturgia del día, el Maestro no se encuentra como en otras oportunidades acompañado de una multitud, sino apenas por algunos de sus discípulos. Varios de ellos eran zelotas, es decir, combinaban una estricta religiosidad con un celo abiertamente antirromano, llegando a propugnar la lucha armada contra el opresor; sin embargo, todos ellos -en mayor o menor medida- estaban orgullosos de la belleza y opulencia del Templo de Jerusalem que en ese momento contemplaban, orgullo nacionalista que a su vez les brindaba seguridad y reafirmaba su identidad.
No es complicado adivinar el estupor que las palabras del Maestro les habrían de ocasionar: les habla de la destrucción de ese sitio sagrado, les preanuncia lo que sucederá tiempo después, alrededor del año 70, con las tropas romanas de Tito y Vespasiano.
El golpe sería tan demoledor que pondría en gravísimo riesgo la misma identidad judía.
Aún así, Jesús de Nazareth sí es un profeta, pero más que un profeta. Su enseñanza no se acota a una crónica futura de hechos puntuales y verificables, sino a los aconteceres teológicos -espirituales- que han se sobrevenir.
En mayor o menor medida, todos tenemos templos sagrados que nos brindan seguridad y certeza, templos hermosos edificados en piedra y enjaezados con todas nuestras ansias, nuestras expectativas.
Pero esos templos carecen de rocas vivas, y peor aún, no poseen la piedra angular que todo lo sostiene, Cristo.
Adormecidos en esos recintos escasos, hemos olvidado el carácter misionero de la fé cristiana, de puertas y ventanas abiertas, de Iglesia peregrina, samaritana, servidora. Y cuando llegan los momentos difíciles, las épocas bravas de persecuciones y peligros, nos amurallamos allí dentro.
Pero el Señor es nuestra roca y nuestra fortaleza, baluarte en donde nos ponemos a salvo.
Quiera el Espíritu que sea otro el templo que nos convoque, otro el fundamento de nuestra seguridad y nuestra certeza. Desertores felices de los tramposos, de los lobos hambrientos del poder y la sumisión sin cuestionamientos ni fraternidad, hemos de volver al Cristo pobre y servidor, el grano de trigo, Dios del pan, del vino y de la vida.
Paz y Bien
No es complicado adivinar el estupor que las palabras del Maestro les habrían de ocasionar: les habla de la destrucción de ese sitio sagrado, les preanuncia lo que sucederá tiempo después, alrededor del año 70, con las tropas romanas de Tito y Vespasiano.
El golpe sería tan demoledor que pondría en gravísimo riesgo la misma identidad judía.
Aún así, Jesús de Nazareth sí es un profeta, pero más que un profeta. Su enseñanza no se acota a una crónica futura de hechos puntuales y verificables, sino a los aconteceres teológicos -espirituales- que han se sobrevenir.
En mayor o menor medida, todos tenemos templos sagrados que nos brindan seguridad y certeza, templos hermosos edificados en piedra y enjaezados con todas nuestras ansias, nuestras expectativas.
Pero esos templos carecen de rocas vivas, y peor aún, no poseen la piedra angular que todo lo sostiene, Cristo.
Adormecidos en esos recintos escasos, hemos olvidado el carácter misionero de la fé cristiana, de puertas y ventanas abiertas, de Iglesia peregrina, samaritana, servidora. Y cuando llegan los momentos difíciles, las épocas bravas de persecuciones y peligros, nos amurallamos allí dentro.
Pero el Señor es nuestra roca y nuestra fortaleza, baluarte en donde nos ponemos a salvo.
Quiera el Espíritu que sea otro el templo que nos convoque, otro el fundamento de nuestra seguridad y nuestra certeza. Desertores felices de los tramposos, de los lobos hambrientos del poder y la sumisión sin cuestionamientos ni fraternidad, hemos de volver al Cristo pobre y servidor, el grano de trigo, Dios del pan, del vino y de la vida.
Paz y Bien
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