Para el día de hoy (08/11/18):
Evangelio según San Lucas 15, 1-10
Escribas y fariseos murmuraban, escandalizados, el horror que les suscitaba que Jesús de Nazareth se juntara con publicanos y pecadores públicos. Como representantes de la religiosidad oficial, habían aplicado un filtro de ortodoxia a través del cual se discriminaba lo religiosamente correcto de lo incorrecto, e iban más allá: sus criterios suponían que la misericordia de Dios estaba acotada por las razones teológicas de esos hombres, profundamente piadosos.
Tan nefastos eran los murmullos, esos corrillos críticos, como el pensamiento a través del cual se establecía lo santo, sus alcances y limitaciones. Un Dios a la medida de sus razones, que no se sus co-razones, Dios severo de unos pocos, puros y pretendidamente buenos.
Frente a ello, la enseñanza de Cristo supera cualquier expectativa, porque la misericordia de Dios no se limita a nuestras restricciones ni se adapta a nuestra teología ni, mucho menos, depende de nuestras ambiciones.
Pero, por sobre todo, el Maestro revela la alegría de Dios, que es quizás lo que hemos dejado de lado, aferrándonos a dolores y rictus severos, quedándonos en la Pasión pero no en la Resurrección, un Dios quizás abstracto y distante, inaccesiblemente bondadoso pero no más.
Dios es fervorosamente alegre, y su alegría se contagia a todas sus hijas e hijos, como buen Padre que es. Es importantísima la búsqueda de la oveja que se pierde, aún a riesgo de poner en peligro a las otras noventa y nueve, como el esfuerzo de la mujer -rostro materno de Dios- que busca incansable la monedita y le avisa a sus vecinos. Pero por sobre todo ello y muy especialmente destaca la alegría de Dios.
Alegría de Dios que siempre es celebración de la vida nueva cada vez que hay conversión, cada vez que se rescata a un hijo perdido, cada vez que un Dios incansable interviene personalmente en la historia humana y en cada existencia personal.
Paz y Bien
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