Hacerse ofrenda












Domingo 32º durante el año

Para el día de hoy (12/11/18): 

Evangelio según San Marcos 12, 38-44










Este domingo la liturgia nos plantea un nuevo desafío de introspección, de profunda meditación, para conocer y re-conocer actitudes y valores, quizás sobreentendidos, quizás anclados a las costumbres.

El horizonte siempre será la Pasión y la Resurrección del Señor, y el Evangelista lo sabe bien. La escena nos sitúa físicamente en el Templo de Jerusalem y teológicamente en los atrios del Templo definitivo que es el mismo Cristo.

Es el ámbito propio de los escribas, de aquellos que detentan el poder religioso, poder que amplifican sobre las espaldas y los corazones oprimidos del pueblo, inescrupulosas aves de carroña de los que no pueden defenderse, ansiosos cultores del prestigio y el reconocimiento, que a su vez son pródigos en los rezos. Rezos extensos -y simulados- que poco tienen de oración verdadera.
Mucho palabrerío para intentar acallar la Palabra, mucha ostentación -la pura exterioridad- sin substancia, sepulcros fulgentes que sólo son hogares seguros de la muerte y refugios de corrupción.

El Templo de Jerusalem era imponente en su tamaño, en sus ornamentos, en los ritos establecidos. A su vez, multitudes recorrían a diario las distintas estancias, pues era el centro de la fé y la nación judías. Es fácil quedarse en el bosquejo y pasar por alto los detalles, el bosque y nó los árboles. O mejor aún, mirar y ver en toda su profundidad cada árbol en el ámbito global del bosque que lo enmarca.

Frente a una de esas estancias el Maestro toma asiento, con esa mirada suya única. Sabe leer como nadie los corazones, y no pierde de vista lo esencial, a pesar de la bulla, las gentes, las ornamentaciones y el humo del incienso y los sacrificios.
La sala es el Tesoro del Templo que poseía trece alcancías o cepillos -gazofilacios- en los que se volcaban las limosnas para el sostenimiento del culto y los sacerdotes, y para auxiliar a los más pobres, una suerte de asistencia social primitiva pero eficaz.
Muchos arrojan grandes sumas en las alcancías, y las monedas reverberan sonoramente en su caída; es dable suponer que esos donantes también busquen el reconocimiento de los demás. Más ruido, más monedas, más riqueza e influencia que se interpreta como bendición divina por una vida virtuosa.

Pero hay alguien que nadie advierte. Se trata de una mujer pobre y viuda, y porta varios gravámenes intolerables. Es mujer, y por ende está varios escalones por debajo de la estatura moral del varón; es viuda, y por ello no tiene un marido que la proteja. Es pobre, y casi seguro será también una dependiente de esas limosnas ostentosamente arrojadas a los cepillos.

Ella arroja dos leptas, dos moneditas de cobre, el coste de un almuerzo pequeño. Esas moneditas no hacen ruido, pero son valiosísimas.
El Maestro se conmueve, porque esa mujer, en ese humilde gesto, honra en plenitud el mandamiento mayor: amar a Dios sobre todas las cosas y al prójimo como a uno mismo. Confía toda su existencia a su Dios, y se olvida de honras, de alabanzas a sí misma, de una fé declamada y no practicada.
Esa mujer, merced a su confianza en Dios, dió su sustento y por ello, es ella misma la que se hace ofrenda, imagen del Cristo de nuestra liberación que nada se guardará para la Salvación de todos los pueblos.

Es mujer no está cerca del Reino, como cierto joven rico que una vez se encontró con Jesús de Nazareth. Esa mujer está dentro del Reino, aquí y ahora, y resplandece más que cualquier lámpara votiva.

Que el Espíritu de Dios nos auxilie y sane para tener la mirada del Maestro, la capacidad de mirar y ver a esos gestos redentores que a diario, en todas partes, sostienen la vida.

Paz y Bien

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