Para el día de hoy (11/05/13):
Evangelio según San Juan 16, 23b-28
(La oración es, ante todo, respuesta. Es el Espíritu que nos susurra en nuestros corazones para decir confiados Abba. Y desde allí, todo el universo puede transformarse.
Porque en nuestras acotadas razones, a menudo sujetamos la oración a una cuestión de practicidad: rezamos porque es necesario para mantener encendida nuestra vida espiritual, suplicamos auxilio en las crisis que nos desbordan, rogamos por perdón, oramos porque los cristianos debemos orar.
Todo ello no está mal, claro está, pero hay mucho más.
Por Cristo Resucitado nos hemos transformado en hijas e hijos de Dios, de su Padre, quien nos ama sin límites, un Dios que jamás descansa por nuestra felicidad, por nuestra plenitud.
Ese Dios es Palabra que constantemente nos habla -desde el mismo seno materno, células primeras santas por ese afecto entrañable-. Esa Palabra es la que nos regresa desde la mudez, la incomunicación, la torpeza de nuestros escasos egoísmos.
Por ello dice el Maestro que nada hemos pedido en su Nombre. Porque a menudo monologamos sin escuchar, queremos que se cumplan nuestros fabulosos planes -caprichosos esclavos del éxito-, queremos a un Dios que se someta a nuestros mandatos.
Pero la oración es conversar de esos intereses que nos son comunes, descubrir que todo lo nuestro es importante para Dios, y así, quizás creciéndonos la humildad, comenzar a reconocer qué cosas y, sobre todo, quienes son los preferidos de Dios, los pobres y los pequeños.
La oración es milagrosa porque allí se entreteje nuestro mínimo tiempo con la eternidad, por la iniciativa y la ternura de un Dios que es un Padre que nos ama y una Madre que nos cuida, pródigo en salvación desde el servicio como ese Hijo que se atrevió a santas insolencias para que todos permanezcamos con vida, para vivir para siempre, para que la alegría en verdad comience y no tenga fin)
Paz y Bien
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