Es atreverse al desierto, animarse a desinstalarse de las falsas seguridades a las que solemos aferrarnos, jugarse la vida en las manos bondadosas de Aquél que nunca nos abandona.
Es despojarse de esas esperanzas derrotadas y de los sueños resignados, en el ilógico coraje de la Gracia que nos impulsa más allá de nuestra mirada escasa porque hay más, siempre hay más.
Es rehacernos en los afanes de reconstruir nuestras iglesias olvidadas que son cada mujer y cada hombre, templos vivos del Dios de la Vida.
Es privarse de alimentos para que, al menos, un hermano no pase hambre, pero también abstenerse de tantas cosas que nos engordan el alma para volver a andar insoportablemente hambrientos de paz y justicia.
Es cargar al hombro el dolor que nos agobia, la tristeza por los que no están, la soledad y el abandono que nos golpea, las ofensas y los destratos, es no esconderse y poner el cuerpo porque no es todo, no es lo único, no es final, porque no hay cruces que nuestras espaldas no puedan soportar y porque inevitablemente nos saldrá al encuentro algún Cireneo solidario del auxilio y el milagro. No caminamos solos en nuestros pesares.
Es tomar la irrevocable decisión de morirse, morirse de una buena vez a tanto egoísmo, a tantas ansias de poderes mezquinos y figuraciones banales, morir al rictus acartonado y falsario, morir a la pura exterioridad, morir a ese dios que solemos dibujar para nuestras conveniencias banales, morirnos a todo lo superfluo, morir de una vez o gota a gota para que otro viva, vidas que se hagan ofrendas humildes y silenciosas, pasos descalzos de estos esclavos que somos y que confían -contra toda razón- en que la muerte no tiene la última palabra.
Es tiempo de regreso, de tantas ausencias, reencuentro con el hermano y con Dios.
Paz y Bien
Ricardo
Es despojarse de esas esperanzas derrotadas y de los sueños resignados, en el ilógico coraje de la Gracia que nos impulsa más allá de nuestra mirada escasa porque hay más, siempre hay más.
Es rehacernos en los afanes de reconstruir nuestras iglesias olvidadas que son cada mujer y cada hombre, templos vivos del Dios de la Vida.
Es privarse de alimentos para que, al menos, un hermano no pase hambre, pero también abstenerse de tantas cosas que nos engordan el alma para volver a andar insoportablemente hambrientos de paz y justicia.
Es cargar al hombro el dolor que nos agobia, la tristeza por los que no están, la soledad y el abandono que nos golpea, las ofensas y los destratos, es no esconderse y poner el cuerpo porque no es todo, no es lo único, no es final, porque no hay cruces que nuestras espaldas no puedan soportar y porque inevitablemente nos saldrá al encuentro algún Cireneo solidario del auxilio y el milagro. No caminamos solos en nuestros pesares.
Es tomar la irrevocable decisión de morirse, morirse de una buena vez a tanto egoísmo, a tantas ansias de poderes mezquinos y figuraciones banales, morir al rictus acartonado y falsario, morir a la pura exterioridad, morir a ese dios que solemos dibujar para nuestras conveniencias banales, morirnos a todo lo superfluo, morir de una vez o gota a gota para que otro viva, vidas que se hagan ofrendas humildes y silenciosas, pasos descalzos de estos esclavos que somos y que confían -contra toda razón- en que la muerte no tiene la última palabra.
Es tiempo de regreso, de tantas ausencias, reencuentro con el hermano y con Dios.
Paz y Bien
Ricardo
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