Para el día de hoy (20/12/19)
Evangelio según San Lucas 1, 26-38
En ciertos afanes teológicos -sin duda, muy eruditos-se suele dejar de lado el aspecto intensamente humano de la Anunciación a María de Nazareth. Ello quizás se deba a sus intrincadas vías de ortodoxia y exactitud, que a fuer de rigor suelen devenir en deslumbrantes abstracciones. O también, a que desde hace bastante tiempo muchas teologías han dejado su postura fundamental que es la piedad, porque la teología más veraz y fiel es la teología de rodillas, con el corazón hincado ante el infinito de Dios.
En estas escasas líneas -escasas especialmente por las limitaciones flagrantes de quien escribe- sólo se trata de contemplar la mirada de María de Nazareth.
En la borrosa frontera de su tiempo, es una niña, una adolescente ante quien el mundo recién se descubre demasiado grande y tan violento. Los juegos que solía jugar no están tan lejos, pero a su vez, los mandatos de su cultura dicen que su cuerpo ha entrado en la etapa de la capacidad de concebir, y por ello no debe perderse tiempo. A la muchachita la disponen a ser útil a su pueblo como madre, y por ello la prometen en matrimonio, y con toda probabilidad no requirieron su opinión ni indagaron en sus sentimientos a la hora de decidir entregarla a un varón.
Esta niña no es originaria de la deslumbrante Jerusalem, con ese Templo tan grande, ni tampoco de las ciudades importantes de Judea. Ella es una flor silvestre de una aldea galilea, un caserío que se pierde en los mapas: por ese origen y por mujer, es casi invisible. Las voces de los sabihondos indican que de esos parajes nada bueno puede venir.
Ella es tan pequeña e invisible que nadie la tiene en cuenta, más estando al borde exterior de la periferia sin destino.
Pero esa muchacha es, ante todo, humilde. Si la humildad es la justa medida de todas las cosas, esa muchacha se sabe tan pequeña como un grano de la arena que es tan abundante por esos rincones palestinos. Y en su humildad, no ha perdido una feliz capacidad de asombrarse, con sus ojos grandes, frente a todos los misterios que superan su razón.
Allí, en medio de la nada, en su pequeñez sin adornos y en su demoledora juventud, ella sabe que de su Dios sólo pueden venir cosas buenas.
Que su Dios se inclina con flagrante y amorosa parcialidad hacia los pequeños y los humildes.
Que su Dios cumple siempre las promesas que realiza, sin excusas ni dilaciones.
Que su Dios escapa de las estanterías esquivas en que pretenden ubicarlo los soberbios.
Que su Dios es esperanza para los pobres.
Que su Dios derriba a los poderosos, y que cuando se hace presente es motivo de fiesta y no de miedo pavoroso.
El amor tiene dos aspectos fundamentales. Uno, que es el salir totalmente de uno mismo dándose en el otro, celebrando la existencia en el nosotros, una vida nueva que es mucho más que una adición simple de individualidades. El otro, la reciprocidad absoluta. Nos descubrimos plenamente vivos cuando nos sabemos amados, y por ello también amamos.
El Dios de María de Nazareth la ama profundamente, y ella ama a su Dios.
Un amor tan grande como la misma eternidad de ese Dios, que confía en su Amada los destinos de la humanidad toda.
El Dios del Universo que mira a la creación por la que se desvive con la misma mirada de María.
Por los mandatos de una biología que tiene mucho de sagrada, los ojos del rabbí nazareno serán iguales a los de la Virgen.
Y en la mirada de María de Nazareth, en su confianza sin límites, en su humildad de hija, de mujer y de madre, adivinamos una Salvación que está muy cerca, tan cerca que el Salvador será un hermano, un pariente, un vecino, un amigo, Dios con nosotros.
Paz y Bien
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