Cristo, nuestro hermano emigrante













Los Santos Inocentes, mártires 

Para el día de hoy (28/12/19):  

Evangelio según San Mateo 2, 13-18






Muchas discusiones y estudios se han planteado acerca de la exactitud histórica de la matanza de los Santos Inocentes. 
Por un lado, muchos estudiosos lo niegan pues no hay mención alguna en las obras de Flavio Josefo, testigo privilegiado de aquella época y profuso cronista de todo lo relacionado con Herodes; sin embargo, así como es prolífico en muchos detalles, sospechosamente guarda silencio frente al surgimiento de Cristo y las primeras comunidades cristianas, al menos por su impacto social.
A su vez, otros eruditos hablan de una construcción literaria que apunta a una épica pero que poco tiene de historicidad.
Por otro lado, la brutalidad habitual de Herodes justifica ampliamente la posibilidad de hechos tan espantosos como los que el Evangelio menciona.

Es necesario también tener en cuenta que en ese tiempo -siglo I- Belén es un villorio de aproximadamente mil habitantes, por lo cual los niños afectados por el edicto mortal herodiano han debido ser veinte o treinta niños. Más allá del número, un horror y una tragedia insoslayable.

Aún así, no hemos de perder de vista que los Evangelios no son crónicas históricas sino teológicas, es decir, espirituales. 

En ese plano cordial, podemos contemplar la brutalidad de ese rey vasallo de los romanos, que supone en un pequeño niño una amenaza a su corona; la información que le brindan esos extraños sabios llegados de tan lejos fué contrastada con un repaso de las Escrituras y las profecías, y la certeza se hizo patente. El Niño nacido en Belén se correspondía con el Mesías anunciado por los profetas de Israel.
Más allá de esta certeza, hay un dato incontrastable, y es la de los expertos religiosos brindando elementos a un poder político omnímodo y paranoico, la Palabra de Dios utilizada para la masacre de los niños belenitas.

La Sagrada Familia debe emigrar rápidamente. El destino es Egipto, no tan distante al sur y habitualmente frontera permeable y tierra amistosa con los exiliados por razones políticas y religiosas.
En esa decisión inmediata que no admitía demoras -el anuncio del Ángel es perentorio- destaca la figura de José de Nazareth. 
El carpintero nazareno es obediente: escucha con atención y actúa en consecuencia. No ha debido ser nada fácil, aún cuando Egipto tenga cierta pátina afable para con los extranjeros. Se trata de dejar atrás y de golpe lo conocido, irse a otra cultura y otro idioma, una travesía difícil para una madre reciente y un bebé por el desierto, trabajador golondrina de cualquier cosa para ganar el sustento de los suyos.

Bendito y santo José: Dios le confía el cuidado y la bondadosa custodia de su Hijo, y él, en silencio y humildad, resguarda al Niño Santo en esa nueva comunión que es la urdimbre de Dios y el hombre, los gratos tiempos de la Salvación. Quizás no mensuramos la figira de José en toda su dimensión.

El Cristo que emigra también asume los caminos de su pueblo como un nuevo Moisés: el primero es salvado del exterminio merced a un truco con canastas en el río. El nuestro, por la acción decidida de su padre carpintero, y desde tierras egipcias, a orillas del Nilo, regresará a Nazareth para iniciar su ministerio de Salvación. La tierra prometida de Cristo es la Gracia asombrosa e infinita del amor de Dios.

Pero también el Cristo emigrante es el Cristo que asume en carne propia todo lo que nos pasa, especialmente las cosas más dolorosas, las que nos desdibujan la personalidad y nos quitan identidad propia, un Cristo que prevalecerá sobre los prepotentes, los cultores de la muerte, las miserias y el exilio, y que regresa siempre trayendo liberación para todos los pueblos.

Paz y Bien

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