Reconocemos a Cristo en cada crucificado














Para el día de hoy (08/08/19) 

Evangelio según San Mateo 16, 13-23







La pregunta de Jesús a sus discípulos no es tanto una inquietud personal acerca de qué piensan u opinan las gentes acerca de su persona, sino más bien una saludable provocación que tiene por intención el enseñar y el aprender, a partir de las cosas que los discípulos han guardado en sus corazones.

Sucede que esa entelequia que solemos denominar o reconocer como opinión pública, es en realidad un complejo entramado de sentimientos, raciocinios y estados de ánimo del pueblo. Y ese pueblo en especial sufría un estado de opresión y abandono, de una progresiva disolución de su identidad nacional, de imposiciones extremas y absurdas; todas cuestiones que muchos de nosotros conocemos con actual tristeza y enojo. Quizás por ello, algunos decían que ese rabbí galileo era el Bautista redivivo, con su voz potente e íntegra, o Elías restaurando la soberanía de Israel y de su Dios, o alguno de aquellos antiguos profetas que siempre recondujeron al pueblo extraviado, nuevamente, a caminos santos y de libertad.

Aquí la crítica sería extremadamente fácil, pero a la vez inútil. Porque toda búsqueda de la verdad es buena y es noble, aún cuando puedan inferirse errores como los que las gentes señalaban respecto de Jesús de Nazareth. Sin embargo, el problema real -que a la vez es el gran interrogante y desafío para los discípulos, es decir, para todos nosotros- es que esas gentes se aferraban a un personaje en desmedro de la persona: en un personaje hay una imagen y se le suele endilgar o proyectar ansias, deseos, frustaciones. Y así se transfiere al personaje idealizado los moldes y preconceptos...pero eso suele estar lejos de la verdad de la persona, y si en algo se distingue la fé cristiana no es por su corpus dogmático ni por su sistema de ideas, sino antes bien por su adhesión y cercanía con la persona de Jesús de Nazareth.

Asombrosamente, Simón Pedro lo intuye con absoluta certeza, y ello no es producto de un esfuerzo de su razón, ni de una profusa especulación: es el Espíritu de Dios que se manifiesta, rotundo, en sus palabras. El Maestro es el Mesías, el Hijo de Dios vivo, pues la fé es don y misterio, semilla de fuerza imparable que sólo requiere la tierra fértil de corazones que la abriguen. Y Pedro -ha cambiado el nombre pues su misma existencia se ha transformado- tendrá por misión fundamentar desde la caridad a la comunidad, a sus hermanos, desatar los nudos de inhumanidad, y atar entre sí a los alejados mediante lazos de fraternidad y bondad.

Aún así, y ante el anuncio de la Pasión próxima, de los sufrimientos por los que debía pasar, de las humillaciones que debía sufrir a manos de aquellos que regían la fé de Israel, Pedro se rebela con virulencia frente a ese escenario de dolor y cruz. Él también, a pesar de la confesión que ha realizado, permanece aferrado a un personaje, a la imagen de un Mesías victorioso, revestido de gloria y poder, y pretende enderezar las cosas.
Así acontece un quebranto apostólico, que no es otra cosa que pretender a un dios elaborado a la propia semejanza, un Cristo que haga todo lo que uno quiera. Impedir a Dios ser Dios en nuestras vidas. Y así evitar torpemente la insondable bendición de la Gracia en nuestras existencias.

Los quebrantos apostólicos, tan dolorosos como reales, no son privativos de Pedro sino de toda la comunidad cristiana en su irrevocable vocación misionera. Los quebrantos comienzan cuando uno se aleja y no se aferra a la persona de Jesús de Nazareth, nuestro hermano y Señor, nuestro Dios, y desde Él, reconocerlo en cada crucificado.

Paz y Bien

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