Para el día de hoy (23/03/19)
Evangelio según San Lucas 15, 1-3. 11-32
Las parábolas son el modo en que el Maestro nos abre ventanas para asomarnos al insondable e infinito misterio de Dios, para ingresar como hijos a la asombrosa dinámica de la Gracia, para preparar mentes y corazones al tiempo infinito de la Misericordia.
La parábola que hoy nos ofrece la liturgia del día es conocida como Parábola del hijo pródigo, aunque tal vez sería más correcto llamarla parábola del Padre misericordioso, o simplemente parábola del Padre y los dos hijos.
El hijo menor.
No sabemos con precisión los motivos por los que se vá. Indudablemente, no ama a su padre, y ello queda en evidencia en el reclamo de su parte en la herencia paterna: es cuestión de sentido común que una herencia se reparta entre los herederos luego del fallecimiento del heredante. Aquí el hijo menor reclama su parte con el Padre vivo, y en cierto modo expresa que está muerto en su corazón, o lo que es peor, que le dá lo mismo que está vivo o muerto. Aún así, el Padre no le niega la parte de la herencia que le corresponde.
El país lejano en donde dilapida sus bienes no indica tanto una distancia geográfica sino un abismo ético y cordial entre el calor del hogar paterno y la disolución de una existencia que pretendió ejercer una libertad vana, una libertad de en cambio de una libertad para, una libertad con sentido.
Sumido en los agobios de su miseria, se pone al servicio de un ignoto habitante de la zona perdida, en talante de esclavo, y su tarea será la de apacentar cerdos, que en los criterios de la época es la tarea más baja e innoble por ser el cerdo el animal más impuro. Toca fondo al ansiar una porción del alimento de los cerdos, pero ni eso consigue.
A veces -sólo a veces- es necesario tocar fondo para emprender la subida a la luz, al día nuevo.
Hay en el joven cierto limitado examen de conciencia plagado de interés. Añora regresar a los ámbitos paternos para saciar su hambre, quizás sin darse cuenta que adolece del alimento mayor que ha consuetudinariamente rechazado, el amor entrañable de su Padre. Hasta ensaya en el camino de regreso un discurso en tren de confesión y disculpas, cuyo objetivo es el mismo, ser un jornalero que no pase hambre. La afrenta cometida es demasiado grande para recuperar su dignidad de hijo.
El Padre no se queda en su sitial de honor y gobierno con un rictus severo, dispuesto a impartir la previsible justicia. El Padre sorprende a todos, lo distingue, ansioso, desde lejos, sale a su encuentro, lo abraza como sólo un papá puede abrazar, lo besa, manda a preparar a los servidores una fiesta grande porque el hijo perdido ha regresado, porque hay un esclavo menos, porque la miseria ha retrocedido.
Curiosamente, no lo deja hablar ni le dirige la palabra, como también parece callar cuando le entrega su parte de la herencia. Es un amor silencioso y contundente, desbordante de respeto, de ternura, de bondad, que destierra lo pasado y celebra la vida de los hijos.
El hijo mayor.
Podemos adivinar su ceño severo, su enojo frente al derroche del Padre ante el regreso del hijo extraviado y licencioso. Toda su vida ha obedecido a pié juntillas las órdenes de su Padre, y allí está su error: su Padre es un patrón que no tiene lugar en su corazón, que a pesar de su estricto servicio no le dá ni un cabrito para festejar con sus amigos de vez en cuando.
Ha erradicado al menor de su corazón, y por eso se refiere a él como ese hijo tuyo. No hay amor ni para ese Padre que más que tal es un jefe mezquino, ni para el hermano que le ha tocado en suerte por la biología, pero que debe ser castigado por su libertinaje.
Aún así, no hay recriminaciones del Padre. Sale en su búsqueda, pues el hijo mayor se queda fuera de la casa presa de su enojo, y encontramos allí otra enorme distancia que expresa la lejanía de los afectos. Todas las cosas del Padre están allí para él, por pura ternura, sin que ello sea decidido por obediencia estricta.
Lo que cuenta en la parábola y en todo destino humano es ese tenaz amor del Padre Dios, amor y presencia tenaz sin deserciones ni descansos, un Padre bondadoso y sempiterno que nada se reserva para sí, que todo nos brinda, y que inaugura un tiempo de celebración por cada hijo recuperado para la vida plena.
Es todo un magnífico desafío para ciertas imágenes y esquemas que nos hemos hecho de Dios. Un Padre así, tan bondadoso y cercano, desbordante de Gracia, que derrocha bondad aún sin merecimientos nos hace cuestionar si nuestras actitudes filiales se le parecen. Porque el parentezco viene por la Gracia, por la misericordia y la gratitud que seamos capaces de encarnar.
Paz y Bien
La parábola que hoy nos ofrece la liturgia del día es conocida como Parábola del hijo pródigo, aunque tal vez sería más correcto llamarla parábola del Padre misericordioso, o simplemente parábola del Padre y los dos hijos.
El hijo menor.
No sabemos con precisión los motivos por los que se vá. Indudablemente, no ama a su padre, y ello queda en evidencia en el reclamo de su parte en la herencia paterna: es cuestión de sentido común que una herencia se reparta entre los herederos luego del fallecimiento del heredante. Aquí el hijo menor reclama su parte con el Padre vivo, y en cierto modo expresa que está muerto en su corazón, o lo que es peor, que le dá lo mismo que está vivo o muerto. Aún así, el Padre no le niega la parte de la herencia que le corresponde.
El país lejano en donde dilapida sus bienes no indica tanto una distancia geográfica sino un abismo ético y cordial entre el calor del hogar paterno y la disolución de una existencia que pretendió ejercer una libertad vana, una libertad de en cambio de una libertad para, una libertad con sentido.
Sumido en los agobios de su miseria, se pone al servicio de un ignoto habitante de la zona perdida, en talante de esclavo, y su tarea será la de apacentar cerdos, que en los criterios de la época es la tarea más baja e innoble por ser el cerdo el animal más impuro. Toca fondo al ansiar una porción del alimento de los cerdos, pero ni eso consigue.
A veces -sólo a veces- es necesario tocar fondo para emprender la subida a la luz, al día nuevo.
Hay en el joven cierto limitado examen de conciencia plagado de interés. Añora regresar a los ámbitos paternos para saciar su hambre, quizás sin darse cuenta que adolece del alimento mayor que ha consuetudinariamente rechazado, el amor entrañable de su Padre. Hasta ensaya en el camino de regreso un discurso en tren de confesión y disculpas, cuyo objetivo es el mismo, ser un jornalero que no pase hambre. La afrenta cometida es demasiado grande para recuperar su dignidad de hijo.
El Padre no se queda en su sitial de honor y gobierno con un rictus severo, dispuesto a impartir la previsible justicia. El Padre sorprende a todos, lo distingue, ansioso, desde lejos, sale a su encuentro, lo abraza como sólo un papá puede abrazar, lo besa, manda a preparar a los servidores una fiesta grande porque el hijo perdido ha regresado, porque hay un esclavo menos, porque la miseria ha retrocedido.
Curiosamente, no lo deja hablar ni le dirige la palabra, como también parece callar cuando le entrega su parte de la herencia. Es un amor silencioso y contundente, desbordante de respeto, de ternura, de bondad, que destierra lo pasado y celebra la vida de los hijos.
El hijo mayor.
Podemos adivinar su ceño severo, su enojo frente al derroche del Padre ante el regreso del hijo extraviado y licencioso. Toda su vida ha obedecido a pié juntillas las órdenes de su Padre, y allí está su error: su Padre es un patrón que no tiene lugar en su corazón, que a pesar de su estricto servicio no le dá ni un cabrito para festejar con sus amigos de vez en cuando.
Ha erradicado al menor de su corazón, y por eso se refiere a él como ese hijo tuyo. No hay amor ni para ese Padre que más que tal es un jefe mezquino, ni para el hermano que le ha tocado en suerte por la biología, pero que debe ser castigado por su libertinaje.
Aún así, no hay recriminaciones del Padre. Sale en su búsqueda, pues el hijo mayor se queda fuera de la casa presa de su enojo, y encontramos allí otra enorme distancia que expresa la lejanía de los afectos. Todas las cosas del Padre están allí para él, por pura ternura, sin que ello sea decidido por obediencia estricta.
Lo que cuenta en la parábola y en todo destino humano es ese tenaz amor del Padre Dios, amor y presencia tenaz sin deserciones ni descansos, un Padre bondadoso y sempiterno que nada se reserva para sí, que todo nos brinda, y que inaugura un tiempo de celebración por cada hijo recuperado para la vida plena.
Es todo un magnífico desafío para ciertas imágenes y esquemas que nos hemos hecho de Dios. Un Padre así, tan bondadoso y cercano, desbordante de Gracia, que derrocha bondad aún sin merecimientos nos hace cuestionar si nuestras actitudes filiales se le parecen. Porque el parentezco viene por la Gracia, por la misericordia y la gratitud que seamos capaces de encarnar.
Paz y Bien
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